Sábado III de Pascua
Hch 9, 31-42
Sal 115
Jn 6, 60-69
Según el relato de los Hechos de los Apóstoles, una vez que Saulo se ha convertido, la Iglesia pasó a gozar de unos días de paz. Durante ese tiempo, Pedro recorría el país y visitó a los cristianos que residían en Lidia, en donde encontró a Eneas, un hombre que era paralítico y a una mujer, llamada Tabitá, la cual había muerto. Pedro, por el poder de Jesucristo, sana al paralítico y le restituye la vida a la mujer.
En estos dos milagros se nos presenta hasta dónde es capaz de llegar la fuerza de la oración: hacer que los paralítico anden y que los muertos resuciten. Ya nos lo había dicho el Señor: “todo lo que pidan en mi nombre, el Señor se los concederá” (Jn 14, 13).
Estos signos no hacían más que ir reforzando el como se iba expandiendo la doctrina del Resucitado y como, cada vez más, aumentaba el número de los que creían en la Buena Nueva. Ese crecimiento se veía arropado por la fuerza del Espíritu Santo, el cual sigue sosteniendo hasta el día de hoy a la Iglesia.
Llama la atención la manera en como Pedro realiza estos signos milagrosos. Al igual que Jesucristo, que pasó haciendo el bien en medio de su pueblo, Pedro llama a estas personas por su nombre, no lo hace desde el anonimato. También en nuestro tiempo, Dios se sigue dirigiendo a nosotros por nuestro nombre, para curar toda parálisis, para restablecer en nosotros la vida que se ha ido perdiendo por el pecado. El Señor quiere liberarnos de nuestras miserias por medio de su amor.
Una vez que nos hemos encontrado con el Señor, no podemos seguir iguales. Así como estas personas, Eneas y Tabitá, Cristo nos pide que nos incorporemos. No podemos seguir estáticos o acomodados en una zona de confort. Estamos llamados a reavivar nuestra experiencia de fe con el Señor, a dejarnos abrazar y levantar por el gran amor que Dios tiene hacia nosotros.
No caigamos en la mentalidad de los discípulos del Evangelio: “Esto es intolerable, ¿quién puede admitir esto?”. No nos vaya a suceder que, viendo los signos del Señor y escuchando su Palabra, sigamos envueltos en nuestra incredulidad y no admitamos lo que el Señor es capaz de hacer en nuestra vida.
Puede suceder que en ocasiones no comprendemos del todo lo signos que el Señor hace en medio de nosotros. Sin embargo, eso no implica que nos tengamos que alejar de Él. Todo lo contrario, ante la incertidumbre o duda, es cuando debemos de reafirmar lo mismo que Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.
Sigamos caminando en este itinerario pascual: confiemos que Jesús “es el Santo de Dios” y que Él es el único que nos puede levantar de nuestras caídas, de nuestras dudas, de nuestros temores… y así poder decir: “¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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