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"Los planes de Dios son perfectos"

 Martes IV de Pascua 


Hch 11, 19-26

Sal 86

Jn 10, 22-30



    El anuncio del Evangelio compete a toda la Iglesia. Nada, ni nadie, puede apagar el fuego del Espíritu, quien es el que conduce a la Iglesia y la mantiene firme proveyéndola con la diversidad de carismas.


    No olvidemos que, de algo no tan bueno, Dios puede valerse para hacer grandes cosas. En esta perícopa se nos muestra cómo una situación triste y dolorosa, como lo ha sido el martirio de Esteban, se convierte en fuente de gracia y bendición para muchos. Gracias a la persecución que se desata en Jerusalén, el Evangelio sale de la ciudad para llegar a más pueblos. Esto nos deja claro que Dios se vale de todos los acontecimientos de nuestra vida, incluso lo que se consideran desagradables, para que el mensaje del Evangelio llegue a aquellos que no lo conocen.


    Hoy se nos muestra cómo el Evangelio no es exclusivo de un pueblo o de unos cuantos, sino que se busca propagar por el mundo entero. Aquellos que no eran judíos, también han recibido el anuncio de la Buena Nueva que salva.


    El relato de los Hechos de los Apóstoles que hoy hemos meditado nos muestra a Bernabé, “un hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y con una fe inquebrantable”, que ha sido enviado a Antioquía para exhortarlos e invitarlos a que permanecieran fieles al Señor.


    Quienes nos reconocemos como verdaderos cristianos, que poseemos una auténtica fe que nos identifica con el Señor, debemos de trabajar constantemente para que el Evangelio de Dios llegue a más personas y así experimenten la salvación dada por Dios. No trabajemos bajo nuestros propios intereses o luces, sino que dejemos obrar al Espíritu santo que habita en nosotros.


    Todo cristiano, por estar revestido de Cristo, escucha la voz del Pastor; Él nos conoce y nosotros lo reconocemos a Él. Ojalá escucháramos siempre su voz y no seamos sordos a su llamado. Al escucharlo, aprendamos a caminar conforme sus enseñanzas, a abandonarnos completamente a su amor.


    Así como Jesús y el Padre son uno, nosotros somos uno con Jesús. Quien nos ve a nosotros, debe de contemplar al mismo Cristo. No son únicamente nuestras palabras las que hablaran, sino también nuestra manera de obrar son las que indicarán que Dios verdaderamente permanece en nosotros y nosotros en Él.


    Que Dios nos conceda la gracia de saber abrir los oídos del corazón para dejarnos conducir por el Señor y así, fortalecidos por el Espíritu Santo, seamos signos del amor salvador de Dios para nuestros hermanos.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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