Miércoles II de Pascua
Hch 5, 17-26
Sal 33
Jn 3, 16-21
A lo largo de nuestra vida hemos sido víctimas o conocemos a alguien que ha sufrido por la injusticia. En la misma Sagrada Escritura nos percatamos de esto, pues ya hemos contemplado varios escenarios de esta índole.
Se me viene a la cabeza, primero que nada, la gran injusticia hecha a Jesucristo, donde se le da el indulto a un bandido, Barrabas, mientras que al Justo se le condena a muerte; otro pasaje que me viene a la mente es el de la lapidación a San Esteban; hoy mismo lo podemos ver en lo sucedido en el libro de los Hechos de los Apóstoles: estos discípulos han sido encarcelados injustamente por predicar la Buena Nueva de Dios.
En todos estos casos tenemos un hilo conductor, algo en común: la Palabra de Dios no puede ser aprisionada, no puede ser limitada, sino que ella se abre camino, puesto que es libre, como el viento, puesto que “el viento sopla donde quiere y va a dónde quiere” (cfr. Jn 3, 7-8).
En la actualidad, tenemos temor. Pero ¿a qué le tememos? A predicar, a anunciar que Jesús está vivo. Nos acobardamos de mostrar al mundo en quién creemos, cayendo en la indiferencia y desinterés de la fe. Por desgracia, somos nosotros mismos los que nos echamos la soga al cuello: “esta es la causa de la condenación: habiendo venido la luz al mundo, el hombre prefirió las tinieblas”, opto por no hacer nada, sino seguir sumergido en las tinieblas del pecado y de la indiferencia.
Hemos de ser conscientes y darnos cuenta de que Dios nos ha salvado por medio de su Hijo y que nos pide que vayamos a predicar, anunciando la Buena Nueva de Dios, sabiendo que Él “está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20). Es Dios mismo el que nos quiere libres para poder manifestarle al mundo que Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único.
Los planes y proyectos de Dios son perfectos y no hay nada que pueda oponerse a Él. Aunque el mundo se oponga a sus designios, aunque se le busquen poner trabas, el Señor siempre llega a su objetivo. Ante gran propuesta de amor, nadie puede resistirse, sino que termina sucumbiendo ante Él, como lo diría el profeta Jeremías: “Me sedujiste Señor y me deje seducir; fuiste más fuerte que yo” (cfr. Jr 7 20, 7ss). De esta manera nos encontramos ante una elección fundamental de nuestra vida: aceptar o rechazar el Amor de Dios.
Dios nos ama a todos por igual y jamás nos dejará solos o abandonados, puesto que Él siempre abrirá caminos para encontrarse con nosotros. Lo que Dios hace por nosotros es amarnos, puesto que Él mismo es Amor: “Dios es amor” (I Jn 4, 8). Por el gran amor que nos tiene envió a su Hijo, no para condenar, sino para salvar.
Abramos las puertas de nuestro corazón al Señor, aceptemos a Jesús como el centro de nuestra vida y démosle el mejor a su amor, ya que Él lo trasciende todo, para que creyendo en Él, no perezcamos, sino que tengamos vida eterna.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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