Jueves II de Pascua
Hch 5, 27-33
Sal 33
Jn 3, 31-36
“Primero hay que obedecer a Dios y luego los hombres”. ¿Puedes imaginarte un mundo así? ¿Podría haber una realidad en donde todos los hombres primero obedecieran Dios antes que cualquier otra realidad?
Si el congreso de un país obedeciera primero a Dios antes que sus intereses políticos o sacar provecho personal, se buscaría la verdad por encima de todo, se buscaría hacer siempre lo correcto y no permitiría que aquello que le conviene prevaleciera.
Si las personas obedecen a Dios antes que a los hombres, aun cuando se tratase de sus mejores amigos, no permitirán que el chisme o la calumnia avance imprudentemente de boca en boca, que las envidias y las enemistades se sigan inflando, lastimando la integridad del sujeto.
Por desgracia, los tiempos han cambiado, el modo de pensar de los hombres es muy diferente al de los primeros discípulos del Resucitado. En nuestros días, nos preocupamos más por los intereses del mundo, desviando nuestra mirada de las cosas celestiales. Actualmente preferimos hacerle más caso a nuestros amigos o conocidos que cumplir con la voluntad de Dios.
Cada nuevo día que se nos regala, cada mañana que despertamos, es una nueva oportunidad que Dios nos regala para trabajar en nosotros mismos. Este tiempo de gracia que vivimos, este acontecimiento salvífico, nos da la oportunidad de reconocernos imperfectos y trabajar en nuestro interior. Pedro mismo lo ha dicho: “La resurrección de Cristo nos ha traído la gracia de la conversión y el perdón de los pecados”.
Cuando uno reconoce su imperfección y deja obrar a Jesús en su vida por medio de la acción del Espíritu Santo, podrá tener el deseo y la firme determinación de cambiar, de ser mejor. Por ese motivo estamos en un tiempo para reencontrarnos con el Señor, de corregir nuestros pasos, de imitar el estilo que el mismo Jesús vivió. Estamos llamados a ser auténticos testigos y discípulos del Resucitado.
El seguidor de Jesucristo debe de tener bien en claro cuáles son sus principios, para que, viviendo su realidad aquí en la tierra, no se desvíe de la realidad celestial que le espera, puesto que el mismo Señor nos ha llamado a la vida eterna.
Que la acción del Espíritu Santo nos lleve siempre a “obedecer primero a Dios” y tener plena disposición a lo que Él nos está pidiendo, sabiendo que el Señor busca que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (I Tm 2, 4). Que al reconocernos pecadores, el Señor nos conceda el perdón de nuestras faltas y poder ser así verdaderos y auténticos testigos del Resucitado.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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