II Domingo de Pascua
Hch 3, 13-15. 17-19
Sal 4
I Jn 2, 1-5a
Lc 24, 35-48
Durante el tiempo pascual, la liturgia nos ofrece múltiples estímulos para ir fortaleciendo nuestra fe en Jesucristo Resucitado. Este día, por ejemplo, el evangelista San Lucas nos narra cómo aquellos dos discípulos que se dirigirían al pueblo de Emaús, después de haber reconocido a Jesús “al partir el pan”, salieron presurosos y llenos de alegría a informar a los demás aquello que les había sucedido.
Precisamente, mientras estaban hablando, el Señor mismo se apareció en medio de ellos, les mostró las manos y los pies, signos sensibles de su pasión. Después, ante el asombro y la incredulidad de los que estaban reunidos, les pide pescado asado, comiéndolo delante de ellos.
En este pasaje, como en muchos otros, se observa una invitación constante a vencer la incredulidad y dureza del corazón, a creer en la resurrección de Cristo, ya que los discípulos están llamados a ser testigos de este acontecimiento salvífico.
No olvidemos que la resurrección de Jesucristo es el centro de la vida del cristianismo, verdad fundamental que es importante reafirmar y predicar con vigor en nuestros tiempos, puesto que negarla o transformarla solo a un acontecimiento histórico-espiritual, significa desvirtualizar toda nuestra fe: “Si Cristo no resucitó, vana sería nuestra predicación, vana sería nuestra fe” (cfr. I Co 15, 14).
Gracias a estos signos muy realistas, los discípulos superan sus dudas y se abren al don de la fe y esta fe les permite entender todo lo que estaba escrito sobre Jesucristo “en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”.
En efecto, Jesús quiere abrirnos el entendimiento para comprender las Escrituras y todo lo que se refiera a su resurrección. Pero no sólo ha hecho eso, sino que asegura su presencia real entre nosotros a través de la Palabra y la Eucaristía. Así como aquellos dos discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan, así también nosotros debemos encontrar al Señor en la celebración de la Eucaristía.
La presencia de Jesucristo es real: Él está de verdad presente, no sólo espiritualmente, sino corporalmente. El Maestro se encuentra la dimensión espacial, ocupando un volumen de la misma manera que lo ocupan nuestro cuerpo.
Jesús resucitado también se muestra hacia los Apóstoles y todos sus seguidores con profunda paciencia. El Señor sabe esperar lo mejor de nosotros y no desespera, sino que espera paciente. Por desgracia nosotros, ante el maravilloso gesto de amor que Dios nos tiene, no correspondemos a Él, sino que seguimos cerrados en nosotros mismos.
Que el encuentro con el Resucitado nos haga ser verdaderos testigos, capaces de comunicarlo y darlo a conocer a los demás. Si de verdad nos hemos encontrado con el Resucitado nos debe de suceder lo mismo que los Apóstoles: “nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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