Martes II de Pascua
Hch 4, 32-37
Sal 92
Jn 3, 7b-15
Uno de los aspectos más sobresalientes, tras la Resurrección del Señor, fue la fraternidad que se da en la primera comunidad narrada en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Ahora bien, no es extraño que una comunidad como la de Jerusalén, que disponían de todos los bienes poniéndolos en común, robara la atención de los demás y “fueran bien vistos” por el pueblo judío.
Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos soñado con una comunidad perfecta. Pero cuando nos fijamos en cómo es nuestra comunidad cristiana, nos podemos decepcionar, puesto que muchas veces es contraria a lo que meditábamos en la primera lectura.
Por ese motivo, no sólo estamos llamados a pensar en esa comunidad ideal, sino a luchar para poder alcanzarla. Aquí es donde nuestro testimonio de vida cristiana tendrá más credibilidad, puesto que, si manifestamos en nosotros la unidad, la solidaridad y el amor, podemos mostrar que verdaderamente somos una comunidad que posee todo en común.
A pesar de que el mundo no entiende muchos lenguajes, hay uno que no puede pasar desapercibido: el del ejemplo. Si en nosotros se ve la disposición por compartir nuestros bienes con el más necesitado, si estamos dispuestos a ayudar y solidarizarnos con los que más sufren, con los menos favorecidos en la tierra, estaremos luchando por ser una verdadera comunidad de vida y de amor.
Al igual que Nicodemo, podríamos preguntarnos: ¿cómo puede ser posible esto; cómo puede una comunidad tenerlo todo en común? Esa realidad sólo puede ser posible por medio de la Resurrección de Jesucristo, por medio de su Espíritu, que nos sostiene en la adversidad, nos llena de solidaridad, borrando en nosotros todo deseo egoísta, poniendo en disposición todo lo que tenemos, puesto que cuando el amor de Dios llena el corazón del hombre, se termina lo personal, convirtiéndolo todo en común.
Ahora bien, esta tarea no resulta tan sencilla como parece. ¿Cómo tenerlo todo en común y así poder ofrecerlo al hermano que más lo necesita? “¿Cómo puede ser esto posible?” Si nosotros decimos ser creyentes y seguidores del Maestro, ¿cómo puede ser posible que no sepamos cómo hacer esto? Sólo el hombre que se ha encontrado con el Resucitado, que ha entrado en la dinámica del amor, que deja obrar al Espíritu en sí mismo, es el que puede entrar en esta sintonía, es capaz de poseer “un solo corazón y una sola alma” a ejemplo de la primera comunidad cristiana.
En estos tiempos difíciles, en donde la pandemia ha venido a lastimar a muchas economías, en donde muchos han perdido su trabajo y batallan para llevar el sustento a su hogar, la Iglesia se tiene que mostrar fraterna. Es aquí y ahora donde podemos mostrarle al Señor que estamos dispuestos a ser como aquella primera comunidad, teniendo todos “una sola alma y un solo corazón”.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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