Jueves VI de Pascua
Hch 18, 1-8
Sal 97
Jn 16, 16-20
Qué difícil tuvo que ser para San Pablo ser rechazado por los judíos; cuánta frustración habrá tenido que pasar, cuánto dolor y sufrimiento. A lo largo de nuestro camino pascual hemos contemplado a un Pablo que insistentemente busca llevar el mensaje del Señor a sus hermanos judíos. Por desgracia, estos no lo quieren escuchar y lo rechazan.
Recordemos que San Pablo no deja de ser hombre: se rasga sus vestiduras, mostrándonos así su fragilidad humana. El Apóstol se siente frustrado y decepcionado, no de él, ni de su aparente fracaso tras no conseguir nada con su predicación. El sufrimiento que más le duele a Pablo es el de la dureza del corazón de la comunidad judía.
¿Cuántas veces hemos experimentado este sufrimiento en nuestra vida? ¿Cómo nos sentimos al ver que un ser amado se está yendo por el mal camino y se está perdiendo? Esto lo podemos experimentar de muchas maneras: lo vemos en la desesperación de los padres por no lograr que sus hijos sean obedientes a sus palabras; en la tristeza de los maestros al ver que sus alumnos no le echan ganas a la escuela; la angustia de un esposo o esposa que contempla que su pareja se pierde día a día en algún vicio.
Hemos de darnos cuenta de que este llamado es para aquellos hijos, esos alumnos, aquellos esposos, para todos nosotros que no aprovechamos la oportunidad que se nos presenta. Ciertamente San Pablo amaba ser predicador, quería que todos conocieran la buena nueva y accedieran a la Salvación. Pero ante la cerrazón de los judíos, decide tomar otro camino e ir con los paganos. Aunque existan personas que nos amen y aguanten nuestras ingratitudes, puede llegar el día en que también ellos se cansen y decidan tomar otro camino, lo cual es muy comprensible y aceptado.
Este tiempo que estamos viviendo es una oportunidad para descubrir que la ayuda que necesitamos, que el milagro que tanto tiempo hemos esperado, que la respuesta que hemos pedido, esta ahí, en el Señor, el cual se manifiesta en las personas que nos rodean y que, por desgracia, muchas veces decidimos ignorar.
Tal vez nos sintamos confundidos y desconcertados, como los discípulos del Evangelio. Probablemente esto se debe a que muchas veces no logramos agradecer y apreciar todo aquello que está a nuestro alrededor, aquellas personas que Dios ha puesto en nuestro camino. Quizás te sientas triste por esto, pero recuerda lo que Jesús nos ha dicho: “su tristeza se convertirá en alegría”.
Respondíamos en el Salmo: “El Señor nos ha mostrado su amor y su lealtad”. Verdaderamente Él nos sigue manifestando su amor a través de las personas que nos rodean: ¡No despreciemos ese amor! No seamos como los judíos, que decidieron rechazar la predicación de San Pablo y, por ende, dejar fuera de sus vidas el amor incondicional de Jesucristo.
Pidámosle al Señor que nos conceda tener un corazón abierto para poder descubrirlo en los hermanos, en nuestra familia, en nuestros amigos. De ese modo, también tendremos un corazón abierto a Dios.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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