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"Dios confía en ti"

 Miércoles VII de Pascua 


Hch 20, 28-38

Sal 67

Jn 17, 11-19



    Ha de llamar nuestra atención la manera de comportarse de la comunidad de Éfeso: rezan de rodillas, lloran, se abrazan, se besan, les duele que un hermano suyo se vaya. Aquella comunidad nos muestra cuál debería de ser el estilo para seguir, ya que entre ellos no hay distancias o distinción de personas. Con estas acciones que realizan, dejan al descubierto aquella afirmación que se dice de las primeras comunidades: “tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).


    Por otra parte, San Pablo, conducido por el mismo Espíritu, se dirige hacia Jerusalén, sin tener idea de lo que ahí le espera. Ante de comenzar esa travesía, sabiendo que ya no estará más en medio de las comunidades, las pone en las manos del Señor, pues él no es el dueño de éstas, sino le pertenecen al mismo Dios. A partir de ahora, el Todopoderoso velará por los suyos y su “Palabra los santificará”, los hará crecer en la fe y podrán participar de la herencia eterna.


    También dirige unas palabras a los pastores de la comunidad (que a su vez pueden ser dirigidas a todos aquellos que tienen en sus manos el cuidado de alguna persona: a los padres que cuidan a sus hijos; a los maestros que enseñan a sus alumnos; a los médicos que atienden a los enfermos; a los jefes que tienen a su cargo trabajadores): “Miren por ustedes mismos y por todo el rebaño, del que los constituyó pastores el Espíritu Santo, para apacentar a la Iglesia que Dios adquirió con la sangre de su Hijo”.


    Aquellos a quienes se les ha confiado el ministerio de estar al frente del Pueblo de Dios, han de ser beneficiados por la Palabra, que es la que santifica al hombre. Ellos están llamados a cuidar los que el Señor les ha confiado y no permitir que los lobos (el maligno) se adentren en la comunidad para coaccionarla. Por ello, es necesario estar alerta y pendientes, cumpliendo fielmente nuestra misión.


    A pesar de nuestras fragilidades, de nuestros pecados y miserias, Dios nos ama sin medida. Él envió a su propio Hijo, para que, hecho hombre como nosotros, por medio de su cruz, nos santificara y perdonara de todos nuestros pecados, dándonos nueva vida por su gloriosa resurrección. Desde entonces, nuestra mirada debe de estar anclada en poseer los bienes eternos, pues es la herencia que Dios nos ha prometido.


    Ahora, mientras somos peregrinos en este mundo, aquellos que hemos sido santificados por el Señor, somos enviados por Él para hacer llegar la salvación a todos los hombres. Por eso, confiados plenamente en el Señor, no podemos huir de nuestra realidad, sino que debemos de permanecer unidos a Él como verdaderos testigos.


    Que el Señor nos conceda la gracia de vivir como una autentica comunidad, apoyada y sostenida siempre por el Espíritu Santo, para que así podamos cuidar lo que el Señor nos ha confiado y estar constantemente llenándonos de la luz de su Espíritu.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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