Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
Fiesta
Is 52, 13- 53, 12
Sal 39
Lc 22, 14-20
El día de hoy celebramos la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
La liturgia no tarda en mostrarnos a Jesús como el nuevo y definitivo sacerdote, el cual ha hecho de su propia existencia una ofrenda total al Padre. Esto se puede percibir con aquello que respondíamos en el salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.
Jesucristo busca agradar en todo a su Padre: en su manera de hablar, de obrar, en todos aquellos recorridos que irá haciendo para recibir y acoger a los pecadores. Toda la vida de Jesús fue un servicio y un desvivirse por la humanidad, intercediendo por nosotros ante su Padre celestial.
Nuestra vida anhela mirar a Dios y estar con Él eternamente. Por desgracia, nada manchado puede entrar al cielo. Lo bueno de todo esto, es que, por medio del sacrificio expiatorio de Jesucristo, hemos sido santificados, de modo que, perdonados nuestros pecados, somos consagrados y podemos acercarnos al Dios vivo y verdadero, haciéndonos partícipes de la ciudad celestial. Aquí se cumple lo prometido por el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura: “El Señor perdonará nuestras culpas y olvidará para siempre nuestros pecados” (cfr. Mi 7, 19).
Aquellos que aceptamos a Jesucristo y su oferta de salvación, participamos ya desde ahora de la vida que Él nos ofrece, y algún día llegará a su plenitud en nosotros cuando estemos junto con Él, eternamente con el Padre. Aprovechemos la gracia que el Señor nos ofrece y acojámonos a Cristo, que por medio de su sacrificio a perdonado nuestros pecados y nos ofrece la vida eterna.
La Eucaristía, de la cual san Lucas nos ha proclamado en su Evangelio, es la expresión real de la entrega incondicional de Jesucristo por todos los hombres. Entrega su cuerpo y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de todos sus pecados.
La sangre que ha derramado Jesús es signo de vida y ha sido dada por Dios como alianza perpetua, con la finalidad de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así poder destruirlo.
El cuerpo desgarrado del Señor y su sangre derramada por los hombres, es decir, su libertad entregada, se han convertido, por los signos eucarísticos, en la nueva fuente que purifica, lava y libera a la humanidad.
En Cristo tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza de los bienes futuros. Por la fe puesta en Jesucristo, sabemos que no somos caminantes errantes que se dirigen hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la misma muerte, sino que somos viajeros que se afán en llegar a la tierra prometida, hacia Él que es nuestra meta.
Que Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, por el eterno sacrificio que ha realizado en la cruz, nos conceda la gracia de permanecer en su amor, y alimentados con su Cuerpo y Sangre, podamos “anhelar estar en los atrios del Señor todos los días de nuestra vida” (Sal 27, 4).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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