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"A Dios rogando y con el mazo dando"

 XI Domingo del Tiempo Ordinario: Ciclo “B”


Ez 17, 22-24

Sal 91

II Co 5, 6-10

Mc 4, 26-34



    La perícopa del Evangelio que hoy hemos meditado, está conformada por dos parábolas muy breves y sencillas: la de la semilla que germina y crece por sí misma, y la del grano de mostaza.


    Para muchos, tal vez la gran mayoría, ya no nos sorprenda la manera de hablar de Cristo. Pero no olvidemos que el Maestro emplea imágenes sencillas, tomadas de su entorno y de la vida cotidiana del pueblo. Es de esa manera en la que Él nos puede presentar la eficacia de la Palabra de Dios y las exigencias de su Reino.


    En la primera parábola, la atención está en que, la semilla, echada a la tierra, por sí misma se desarrolla y comienza a crecer, independientemente si el campesino vele por sus cuidados o duerma tranquilamente. Ese hombre, confía en el poder interior de la misma semilla y en la fertilidad del terreno en donde fue sembrada.


    Recordemos que, en un lenguaje bíblico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios. Así como la semilla se va desarrollando en la tierra, de esa misma manera la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de todo aquel que la “escuche y la ponga en práctica” (cfr. Lc 11, 28).


    Dios nos ha confiado su Palabra, es decir, la ha sembrado en cada uno de nuestros corazones. Hemos de tener confianza en ella, puesto que está destinada en convertirse “en grano maduro”. Si acogemos la Palabra en nuestra vida dará frutos.


    Debemos comprender que es Dios el que hace crecer su Reino en medio de nosotros. Por ello, se lo pedimos en el Padrenuestro: “venga a nosotros tu Reino” (Mt 6, 10). Es Él, con su Palabra, el que hace crecer. Nosotros simplemente somos sus humildes trabajadores, que contempla y se llena de alegría por su acción salvífica, esperando con paciencia los frutos que provengan de Él.


    La segunda parábola, la del grano de mostaza, nos recuerda que, aunque ésta sea la más pequeña de todas las semillas, puede llegar a convertirse en el más alto de todos los arbustos. Y así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña e irrelevante, pero que puede convertirse en el deseo más profundo del corazón mismo.


    Para poder ser parte de ese reino, es necesario ser pobres en el corazón: no confiar únicamente en las propias capacidades, sino abandonarnos al poder del amor de Dios; no actuar para querer sobre salir y ser importante ante los ojos del mundo, sino obrar con sencillez y humildad. Cuando se vive así, la fuerza de Dios irrumpe nuestro corazón, transformando lo que es pequeño y modesto a una realidad excelsa y santa.


    Estas parábolas quieren dejarnos una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere de nuestra cooperación, pero es ante todo una iniciativa y don de Dios. Por nuestra propia pequeñez, aparentemente insignificante en este mundo, se sitúa la obra de Dios, recordándonos que Él hace de algo tan pequeño, cosas grandes: “enaltece a los humildes y a los ricos los despide sin nada” (cfr. Lc 1, 53).


    Con el Señor la victoria está garantizada: su amor hará brotar en nosotros la semilla del presente y obtener el fruto en el Reino eterno. Todo esto nos hace abrir el corazón y nos hace confiar y esperar en Dios. La semilla de la Palabra germina y se desarrolla, porque el amor de Dios nos hace madurar y crecer. Abandonémonos al Señor, realicemos lo que nos toca, haciendo vida aquel famoso refrán: “A Dios rogando y con el mazo dando”.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

Comentarios

  1. Así sea!! Gracias señor por tu amor!! Bendecido día del Señor!! Gracias Padre Gerardo!!

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