Lunes X semana Tiempo Ordinario
II Co 1, 1-7
Sal 33
Mt, 5, 1-12
En medio de las luchas y de las adversidades, San Pablo nos recuerda cuál es la fuente inagotable de nuestra fuerza, de nuestro ánimo para trabajar en favor del Evangelio: Dios; Él es la fuente de toda nuestra vida.
Dios es la fuente inagotable del consuelo, de la fuerza, del amor, del perdón, etc. Y todos estos dones son depositados en nosotros para que, a su vez, los podamos ofrecer a los demás, y así podamos consolarlos, animarlos a perseverar, a amarlos y perdonarlos. Esto los hace el Señor con nosotros para que nosotros lo hagamos con los demás: “Les he dado ejemplo para que ustedes hagan lo mismo” (Jn 13, 15).
Lo del cristiano no es estar sometidos bajo una Ley, bajo las ordenes de los mandamientos. Lo que nos corresponder es estar alegremente anclado a un amor, a una Persona que nos ama entrañablemente. Nuestro punto de referencia no es la Ley, sino el mismo Jesucristo, y de Él nos viene toda gracia. Gracias a esto que hemos recibido gratuitamente, es que lo podemos comunicar a los demás.
En nuestra vida nos tocará experimentar consuelos y penas, pobreza y abundancia, éxitos y fracasos, etc. Pues bien, en aquellos momentos en los que nos toque sufrir o estar alegres, hemos de sentirnos cercanos a Jesucristo, como el mismo Apóstol lo hizo: “como participamos abundantemente en los sufrimientos de Cristo, así, por medio de Cristo recibiéremos también un gran consuelo”.
Por todos debería de ser ya sabido que la aspiración más grande de la persona humana es el deseo de la felicidad. Todos lo hemos experimentado en nuestra vida. Y Jesús, que nos conoce a la perfección, también no ha hablado de este anhelo en las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas no pretenden ser un código de leyes separadas de la persona de Jesucristo, ya que estas se mueven en el plano del “seguidor de Cristo”. En un primer momento se trata de seguir a una Persona que te ha seducido, que te ha encantado con su vida, que le ha dado luz a tu oscuridad.
Desde esa perspectiva, las bienaventuranzas nos dicen cuál es el estilo de la vida del creyente, cuál es el espíritu que ha de animar a todo seguidor del Señor, prometiéndonos así, el anhelo más grande del corazón del hombre: la felicidad.
A de llamar la atención de muchos que, las bienaventuranzas propuestas por el Señor, parecen contrarias a las bienaventuranzas de la sociedad. El mundo nos hace creer y pensar que son felices aquellos que tienen dinero, aquellos que tienen algún puesto importante en la sociedad, aquellos que han de disfrutar la vida sin escrúpulos. Lo que cuenta en este mundo es ser importante. En cambio, para Dios, lo más importante se viene a dar en la humildad, la sencillez y la pobreza de corazón.
Este programa de vida se ha propuesto a todos aquellos que desean seguir al Señor. Las bienaventuranzas no son un código de cumplir con ciertos deberes, sino saber reconocer en dónde está “el tesoro escondido y renunciar a todo lo demás para obtenerlo” (cfr. Mt 13, 44).
Permitamos tener un momento de reflexión ante el Señor. Pensemos si en verdad estamos tomando la propuesta de Cristo: ¿creemos en las bienaventuranzas del Señor o nos llaman más la atención las propuestas de felicidad del mundo? Si no terminamos de ser felices, ¿no será porque aún no somos pobres, sencillos de corazón, pacíficos y abiertos a Dios?
Confiemos en Dios: la felicidad que encontramos en el mundo es pasajera; en cambio, la que nos ofrece Jesús y su Evangelio es total y dura toda la vida. Si en realidad quieres estar lleno de alegría, paz y felicidad, esfuérzate por vivir todos los días de acuerdo con lo que Cristo nos ha enseñado.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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