Viernes XI semana Tiempo Ordinario
II Co 11, 18. 21-30
Sal 33
Mt, 6, 19-23
Como ya lo reflexionábamos ayer: igual que los “falsos profetas”, en muchas ocasiones basamos nuestra identidad en lo que somos o en lo que poseemos. Deberíamos descubrir, de la misma manera que Pablo, que nuestra verdadera identidad está en ser hijos de Dios. Eso fue lo que le dio fuerzas al apóstol en medio de tantas tribulaciones, soportando todo por amor a Cristo y su Evangelio.
Mucha gente se define por lo que tiene: por sus títulos, por sus posesiones, por sus riquezas, etc. Y eso no sólo ocurre en nuestros días, sino que también pasaba en tiempo de Pablo. Todo aquello que empleaban los “falsos profetas” se basaba en su sabiduría, en los títulos que poseían. Era así como lograban engañar a la comunidad de Corinto, se aprovechaban de ellos, los robaban. Incluso muchos de ellos se dejaban esclavizar.
Ante esa ironía, Pablo presenta sus títulos, pero lo hace muy diferente a esos hombres. El Apóstol presume que es experto en fatigas, en ser prisionero, en recibir palizas y apedreamientos, que se ha vuelto adiestrado en el cansancio, en el insomnio, el hambre, la sed, el frio y la desnudez.
Todos esos títulos Pablos los ha podido adquirir en la escuela del Amor, en donde ha llegado al grado de ser el “servidor de Cristo y defensor de la fe en Jesucristo”, incluso al grado de entregar su propia muerte por Él. Y es que solamente por el amor a Jesucristo uno puede soportar todas las pruebas que la vida le presenta. El Apóstol tenía muy clara su identidad: ser hijo de Dios. Eso es lo que lo hacía entregar su vida por sus hermanos, como el mismo Señor lo haría.
Por ello es importante analizar y reflexionar de todo aquello que presumimos, de todo aquello que poseemos. De aquí, pues, surgirán enseñanzas de Jesús: no vale la pena atesorar cosas o tesoros en esta vida y que hemos de vivir en la luz. El discípulo auténtico de Jesús se desliga de las riquezas terrenas para amontonar tesoros en el cielo, es decir, ante Dios. Si la mirada del hombre está fija en Dios, toda su persona es trasparente a la luz divina.
Cada uno de nosotros podría preguntarse qué tesoros aprecia y acumula, qué uso hace de los bienes terrenos. ¿En dónde está nuestro corazón, nuestra preocupación? Ya que “donde está tu tesoro, allí está tu corazón”.
Ya hemos sido advertidos de que existen muchas cosas que corrompen y que pierden el valor. Sin embargo, tendemos a apegarnos a todas ellas que no tienen importancia. Sabemos que hay ladrones que hacen boquetes y roban tesoros y, sin embargo, seguimos acumulando cosas materiales. Hemos de “amontonar tesoros en el cielo”, ya que nuestra verdadera felicidad radica en aspirar a los bienes eternos, es decir, a poner nuestro corazón en las manos de Dios, porque “en donde está nuestro tesoro, allí está nuestro corazón”.
No despeguemos los pies de la tierra: no dejemos que la soberbia, el poder, las riquezas, el prestigio nos hagan poner nuestro corazón en donde la polilla lo puede destruir. Mejor vamos fijando nuestro tesoro en el cielo, en las cosas de Dios, en todo aquello que es luz que guía nuestro pasos, porque “en donde está tu tesoro, allí está tu corazón”.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

Me encantó!!!
ResponderEliminarAsí sea !! Gracias ,y muy bendecido día!!
ResponderEliminar