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"Su misericordia es eterna"

 Lunes XIII semana Tiempo Ordinario


Gn 18, 16-33

Sal 102

Mt, 8, 18-22



    Si algo nos revela Jesús con claridad es que Dios no es un Dios justiciero, que desea eliminar y erradicar de la fas de la tierra al hombre pecador, sino más bien es un Dios de misericordia y compasión, que desea que el hombre malo se arrepienta y se salve.


    En la primera lectura contemplamos a Abraham dialogando con Dios e intercediendo por el pecado de Sodoma y Gomorra, implorando la clemencia y misericordia del Señor. Ante la decisión de Dios por destruir esas ciudades, Abraham sale al quite. Intercede por esa población (recordemos que en esa región vivía su sobrino Lot).


    Contemplamos un Dios que trata a Abraham como un buen amigo. Él le comunica sus propósitos, aquello que quiere hacer: “¿Acaso le voy a ocultar a Abraham lo que voy a hacer…?” También le revela que destruirá las ciudades: “si sus hechos no corresponden a su clamor”. Sabiendo Abraham de esta amistad y promesa que Dios le ha hecho, asume su papel y pide a Dios retire el castigo que les había preparado. La manera en la que se suscita el diálogo es atractivo. Abraham sabe y está convencido de la justicia y misericordia de Dios.


    Pero no podemos quedarnos en este plano veterotestamentario (del Antiguo Testamento). Hemos de conducirnos hasta Jesucristo, aquel que nos muestra que prefiere “la misericordia al sacrificio” (Mt 9, 13), aquel que “ha venido a llamar a los pecadores y no a los justos” (cfr. Mc 2, 17; Lc 5, 32), aquel que nos ha asegurado que “existe más alegría en el cielo por un pecador que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (cfr. Lc 15, 7). Dios es un Dios de misericordia y no justiciero.


    Por otra parte, a primera vista, parece que las palabras que Jesús emplea en el Evangelio son muy duras y severas: “Las zorras tienen madriguera y las aves del celo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en donde reclinar la cabeza… Tú sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos”. Parecería que el Señor no quiere que lo sigan, digo, podemos ver en Él una actitud como dice el refrán: “limosnero y con garrote”.


    Sí vemos el contexto en donde se sitúa este hecho, nos quedaría más clara la enseñanza. Aquel que acepte la invitación de seguir sus pasos lo tiene que hacer de manera radical, no a medias tintas. Todo aquel que verdaderamente quiere estar en las filas de los seguidores del Maestro, hemos de abandonar toda nuestra persona a Él, sin dejar alguna zona de confort o simplemente darle lo que nos sobre. Jesús nos invita desde la libertad a seguirlo. Así que, el que toma esta decisión, sabe que no lo hace obligado, ni mucho menos condicionado.


    En suma, para seguir a Jesús hay que estar dispuesto a vivir en los limites. Es decir: apoyarnos en la providencia de Dios, no en las seguridades humanas; renunciar a todos aquellos apegos desenfrenados que muchas veces tenemos y que pueden estropear nuestra misión de evangelizar. Seguir a Cristo hoy en día es un gran desafío, pero merece la pena vivirlo, entregar nuestra vida a su servicio. Estemos dispuestos a renunciar a aquello que no nos deja seguir al Señor y abandonémonos a Él sabiendo que “su misericordia es eterna” (Sal 135).



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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