Jueves XI semana Tiempo Ordinario
II Co 11, 1-11
Sal 110
Mt, 6, 7-15
En la vida del hombre se encierra una inquietante contradicción. El hombre sabe que necesita de Dios y lo busca constantemente. Pero ese mismo ser humano a veces no quiere saber nada de esa vinculación con el Señor, lo va esquivando y evadiendo, se resiste a Él. podríamos decir que la persona, en ocasiones o muchas veces, quiere vivir como si Dios no existiera, haciendo todo lo que le viene en gana.
La inmensa mayoría de la veces no tiene tiempo para Dios. Pero ¿qué le ha sucedido? ¿Por qué se aleja cada vez más del Señor? Muchos ya sabemos el desenlace de esta historia: al final, ese hombre no resistirá enfrentarse a las situaciones que la vida le presentará: no sabrá que hacer ante una enfermedad grave, ni ante la perdida de un ser amado, o en algún fracaso de su vida, etc. ¿Cuál será la consecuencia de todo esto? Se derrumbará.
En la actualidad nos damos qué, cuando el ser humano vive sin Dios, su libertad decae, ya que se encadena a muchas cosas pecaminosas: a ídolos, a la moda, al poder, al desenfreno de sus bajas pasiones, cae en el mundo tan poderoso de los vicios y seducciones, etc. En una palabra: se llena tanto de una vida sin sentido, que termina vaciando todo su corazón de lo esencial.
San Pablo sabe que el riesgo de que los corintios se desvíen de la doctrina que les ha enseñado, es latente: “me da miedo que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, así se extravíe el modo de pensar de ustedes y los aparte de la entrega sincera a Cristo”.
Es por esa razón que el anhelo de Dios debe de ser rescatado en el corazón del cristiano. Recordemos que la verdad, la justicia, la fidelidad, el amor y la paz siguen siendo las raíces últimas de la vida del ser humano. ¿Cómo conservar u obtener todos estos valores? La respuesta la encontramos en Jesucristo.
Jesús recuerda a sus discípulos lo esencial que es “la oración”. Cuando uno tiene toda su vida sostenida por la oración, aún cuando los embates vengan a la vida, no se derrumbará, puesto que toda nuestra confianza y esperanza están puestas en el Señor. Hoy en día la práctica de la oración ha perdido mucho peso en la vida del hombre. Muchas veces se contempla como una carga, otras veces como una actividad supersticiosa, en otras más ni siquiera se le considera importante. No caigamos en esos errores, no lleguemos a pensar que la oración ha perdido fuerza en la vida de la Iglesia. Al contrario, intensifiquemos nuestra oración a Dios, no sólo en tiempo, sino en calidad y confianza.
Recordemos que la primera recomendación de Jesús fue que, a la hora de rezar, “no empleemos muchas palabras, puesto que Dios ya sabe lo que necesitamos antes de que abramos la boca”.
El Maestro nos ha otorgado el modelo de oración por excelencia: el Padrenuestro, el cual, se puede considerar el resumen de la espiritualidad del Antiguo, como del Nuevo Testamento. En esa suplica lo primero que nos hace reflexionar y pensar es en Dios como nuestro Padre: su nombre, su reino, su voluntad, mostrándonos así el deseo de estar en sintonía con Él. Luego se fija en nuestras necesidades (por lo menos las más esenciales en la vida de fe): el pan de cada día, el perdón de nuestras faltas, la fuerza de no caer en tentación y la intención por vencer el mal.
No caigamos en el error y la tentación de rezar el Padrenuestro como pericos, repitiendo palabras, sin darnos cuenta de todo lo que contiene esta oración. Démonos la oportunidad de rezarlo con calma, pensando en sus palabras, agradeciendo al Jesús que nos haya dejado esa oración, la cual nos hace sentirnos en verdad hijos de Dios. Que la fuerza de la oración nos sostenga en nuestro diario caminar, para que, venciendo toda tentación o adversidad en nuestra vida, seamos fieles a nuestra condición de ser hijos de Dios.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

Comentarios
Publicar un comentario