Lunes XVII semana Tiempo Ordinario
Ex 32, 15-24. 30-34
Sal 105
Mt, 13, 31-35
Nos encontramos con el gran pecado del pueblo de Israel: “Han cometido ustedes un pecado gravísimo”. Este pecado se ha convertido en prototipo de los pueblos y al que, por desgracia, también nosotros estamos expuestos de cometer: dar la espalda al Dios verdadero y empezar a adorar a otros dioses.
Recordemos que uno de los mandatos más repetidos por Dios fue el de “no tendrás otros dioses más que a mí”. Esto no lo hace porque Él sea un Dios celoso, que sienta envidia de los otros dioses, sino que más bien los hace pensando en nosotros. El Señor quiere que nos evitemos desilusiones o fracasos en nuestra vida que puedan ocasionar estos dioses.
Todo lo que está fuera de Dios no puede llegar a la categoría de “Dios”, sino más bien se convierten en ídolos, falsos dioses. Y Dios sabe que todos aquellos que siguen o adoran a un ídolo, quedarán defraudados, ya que ellos tienen limites, fallos y nunca podrán dar lo mismo que el Señor nos ofrece.
Esa tentación, de adorar a falsos dioses, no se da únicamente con los israelitas o en el Antiguo Testamento, sino que también todos los seres humanos corremos el riesgo de caer en ese pecado. Hemos de ser cautelosos y atentos. No vaya a ser que hoy, directa o indirectamente, hayamos exaltado tanto a un famoso, que esté usurpando el lugar que le pertenece a Dios. Y esto no sólo se da con las personas, también se puede dar al trabajo, a las mascotas, a las ideologías, etc.
Es por esa razón que el Evangelio nos invita a dejarnos conducir por el Señor. Permitamos que Él actúe en nuestra vida. La presencia de Jesús en nuestra vida es una acción real, permanente y que va obrando desde el silencio. Actúa como el pequeño grano de mostaza, que, siendo tan pequeño, se puede convertir en un enorme arbusto, incluso donde pueden anidar los pájaros. También actúa como la levadura que hace fermentar toda la masa.
Si nos animamos a aceptar a Jesús, si permitimos que entre de lleno a nuestra vida y corazón, podrá obrar en él con toda su fuerza y, de una manera real, permanente, continua y silenciosa, irá “cristificando” toda nuestra persona. Poco a poco podrá transformar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestros amores, nuestros sueños y anhelos, nuestras esperanzas, nuestros valores, etc… y todo esto con la intención de hacer nuestro peregrinar terreno más agradable y llevadero.
Aprendamos a disfrutar desde ahora, desde este momento, la presencia amorosa del Señor, de aquella presencia tan real, silenciosa y permanente. Dejemos que Él haga de las suyas, que nos vaya trasformando y, a la vez, cristificando nuestra persona. No dejemos que nuestro corazón se aparte de su amor, de su presencia, sino más bien demostrémosle que lo preferimos a Él y que anhelamos se convierta en el centro de nuestro corazón.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
😇🙏
ResponderEliminar