Santo Tomás, Apóstol
Fiesta
Ef 2, 19-22
Sal 116
Jn 20, 24-29
Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás, Apóstol. Al conmemorar a los Santos, la Iglesia nos recuerda cuál debe de ser el deseo de todo cristiano: alcanzar la santidad; “sean santos como su Padre celestial es santo” (cfr. Mt 5, 48).
En más de una ocasión he escuchado decir: “Es imposible ser santo”, “jamás podré cambiar y enderezar mi vida hacia la santidad”, “la santidad esta totalmente fuera de mis posibilidades”, etc. Pero no es así. No debemos rendirnos o tirar la toalla, debemos de seguir trabajando en nuestra lucha diaria para alcanzar la santidad.
El Papa Francisco, en su Exhortación Apostólica “Gaudete et Exsultate” (Sobre el llamado a la santidad en el mundo actual) nos comenta una vía para alcanzar la santidad de vida: “Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones diarias o en donde cada uno se encuentre. ¿Eres consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu llamado. ¿Estás casado? Sé santo amando a tu cónyuge y tu familia, como Cristo lo hizo con su Iglesia. ¿Eres trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y capacidad tu trabajo. ¿Eres padre, abuelo o abuela? Sé santo enseñando a tus hijos-nietos a seguir al Maestro” (cfr. GE 14).
Todos los hombres somos grandes y, a la vez, tan débiles. ¡Qué gran paradoja! Ser grandes y a la vez tan pequeños. En el terreno de la fe se repite muchas veces esa contradicción. Lo podemos contemplar hoy en Santo Tomás: fue grande al responder a la llamada de Jesús: “Te seguiré donde quiera que vayas”. Y fue débil, en ciertos momentos, al no creer en Jesús, en sus palabras, en su resurrección: “hasta que no meta mi mano y mis dedos en sus llagas, no creeré”.
Muchas veces en la vida queremos pruebas o evidencias de la presencia de Dios. Créeme, Jesús que nos ama nos las ofrece, al igual que a Tomás. El Maestro le mostró sus heridas, aquellas heridas ganadas por haber predicado la Buena Nueva a los hombres. Y no sólo se las mostró, sino que lo invitó a tocar, a palpar con sus propias manos: “mete tu mano en mi costado”. Ya no eran heridas de muerte, sino de vida. Aquellas llagas se habían convertido en heridas de resurrección. Por eso, Tomás, yendo más allá de lo que veía y palpaba, creyó en la resurrección del Señor.
Muchas veces nos vemos retratados en Santo Tomás. Al igual que él, muchos hombres y mujeres somos débiles en la fe. Pedimos, es más, exigimos una señal clara de su presencia. Queremos que el Resucitado se nos manifieste con todo su poder. Constantemente le pedimos al Señor que no se esconda tanto.
Jesús sigue saliendo a nuestro encuentro. Se muestra de muchas maneras: en el pobre, en el indigente, en el necesitado, en aquel que necesita de nuestra ayuda, etc. Deseamos tanto contemplar a Dios en lo extraordinario (como le sucedió a Tomás) que lo descuidamos en lo ordinario.
Qué duro puede llegar a ser el corazón del hombre que, teniendo pruebas contundentes de la existencia de Dios, sigue dudando de Él. Celebrar a Santo Tomás nos hace alegrarnos, puesto que nosotros, sin haber visto, hemos creído, siendo de esa manera “dichosos”. No permitamos que nuestra vida se desvíe del Señor. Al contrario, seamos humildes y pidámosle al Señor que nos conceda la fe que nos falta para creer en Él: “creo Señor, pero aumenta mi fe” (Mc 9, 24).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Así es Señor cada día ayúdanos a que nuestra fe crezca más por ti 🙏
ResponderEliminarAsí sea Señor gracias Padre Santo
ResponderEliminarGracias padre Gera exelente sabadito