Miércoles XVI semana Tiempo Ordinario
Ex 16, 1-5. 9-15
Sal 77
Mt, 13, 1-9
El desierto, en la Sagrada Escritura, muchas veces es visto como un lugar de tentación, pero en realidad es un lugar árido, difícil, el cual incomoda a la persona que lo habita. Para el pueblo de Israel sirvió para que se diera la prueba de fe y, en él, quedara afianzada la alianza de fidelidad entre Dios y el Pueblo.
Recordemos que Israel constantemente le fue infiel al Señor, se revelaba en su contra: “nos ha traído al desierto para matarnos de hambre”. En más de una ocasión se quejaban contra Moisés y el Señor. Pero Yahvé, el Dios fiel, el que sabe escuchar a su pueblo, responde a su llamado: “he escuchado sus murmuraciones”. En aquel momento en el que el pueblo tiene hambre, el Señor hace llover pan del cielo y envió codornices, para que el pueblo comiera, al grado de quedar todos saciados.
Ante este relato, aquellos que decimos ser seguidores de Jesucristo, nos llenamos de un profundo agradecimiento, ya que nos conecta inmediatamente con “el pan de vida” que Él nos ha regalado para nuestro trayecto terrenal.
Dios nos ofrece su persona a través del cuerpo entregado y de la sangre derramada de su Hijo muy amado, para así alimentarnos y poder combatir en medio de todas nuestras luchas diarias, para acompañarnos en nuestros pasos y querer vivir su propia vida.
La única forma de poder atravesar el árido desierto de nuestra vida terrenal y llegar así a la Jerusalén celestial, a ese cielo nuevo y tierra nueva en donde ya no existe el dolor, ni el llanto, ni la desesperación, es alimentarnos del pan, del maná, del pan bajado del cielo, de la Santa Eucaristía que nos ha dejado Jesucristo, nuestro Señor.
Los dones que el Señor nos ha otorgado no nos lo quita. Él nos ha constituido seres libres y nunca irá en contra de nuestra libertad. Todo lo contrario, tratará de movernos por medio del Evangelio, de aquella Buena Nueva que es la mejor noticia que podemos oír. El Señor constantemente está buscando conquistar nuestro corazón, convenciéndonos de lo mucho que nos ama. Por eso Jesús se ha querido quedar en la Eucaristía, para recordarnos el amor incondicional que tiene por los suyos.
Dios no irá en contra de nuestra libertad, ni mucho menos empleará su poder para retorcer nuestra voluntad, haciéndonos aceptar su voluntad a fuerza. Es lo que podemos aprender el día de hoy en la parábola del sembrador. Después de ofrecernos todos sus dones, después de sembrar la semilla de su palabra, esperará nuestra respuesta, dejando que los frutos se vayan dando en nuestra vida. Ya dependerá de nosotros si le permitimos dar fruto o no.
“El que tenga oídos para oír, que oiga”. El Evangelio de Dios hay que oírlo, no sólo con los oídos corporales, sino con los oídos de nuestro corazón. Es necesario que abramos nuestro corazón a la Palabra del Señor, de dejarnos conducir por sus enseñanzas.
Pidámosle al Espíritu Santo que actúe en nosotros para que podamos acoger siempre la Palabra de Dios y la pongamos en práctica, y que con su gracia demos frutos, no importa si “son treinta, sesenta o el ciento por uno”, basta que sean frutos de calidad y no de cantidad.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Así sea 🙏
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