Miércoles XV semana Tiempo Ordinario
Ex 3, 1-6. 9-12
Sal 102
Mt, 11, 25-27
Aquel encuentro, aquella visión de la zarza ardiendo, representa un momento clave y determinante en la vida de Moisés y del pueblo de Israel: Dios lo ha llamado para invitarlo a llevar a cabo la liberación de su pueblo.
Ya han pasado algunos años desde que Moisés huyó de Egipto: vive en la tierra de Madián, casada con Séfora, hija del Jetro; ya tiene familia; desempeña su oficio como pastor y está al cuidado de los rebaños de su suegro; ha madurado en su carácter. Es allí donde se da el encuentro, Dios se le aparece en forma de fuego.
Y es que el Señor se presenta de maneras muy oportunas en la vida de sus seguidores. Basta que recordemos algunos ejemplos: a Pedro le impresión la pesca milagrosa que le vio hacer a Jesús (cfr. Lc 5, 1-11; a Pablo Jesucristo se le aparece en el camino en forma de luz (cfr. Hch 9, 1-8); a los discípulos de Emaús se les desapareció al momento de partir el pan (cfr. Lc 24, 13-34). Con esto nos damos cuenta de que cada uno de nosotros tenemos algún momento en el que Dios sale a nuestro encuentro.
El llamado o la vocación que Dios nos hace no es tarea fácil y esto lo podemos ir constatando a lo largo de nuestra vida. En aquel momento, Moisés decide responder al Señor. Por desgracia, cae en la cuenta de lo que le está pidiendo Dios: tiene que regresar a Egipto, cuyo lugar había dejado por matar a un hombre. Al percatarse de ello, Moisés presenta sus objeciones. Sin embargo, Dios no lo dejará sólo, Él lo acompañará: “Yo estoy contigo”.
Nuestro Padre tiene el corazón apenado por tanto dolor e injusticia que hay en el mundo: “el clamor de mi pueblo ha llegado a mí”. Es el mismo Dios que nos presenta Jesús en su predicación, aquel que es ilustrado por medio de parábolas, que es presentado como el que se apiada de la gente, que perdona los pecados, que cura de todo mal.
Por eso Jesús, en el Evangelio, nos recuerda que las personas sencillas, las que poseen un corazón humilde, son aquellas que saben entender y comprender la cercanía de Dios. Al Señor no lo descubren los sabios o los poderosos, ya que ellos están llenos de sí mismos (no se le presentó al faraón). Más bien son los débiles, los que tienen un corazón puro (como le sucedió a Moisés). Podemos constatar continuamente este hecho: cuando Jesús nace en belén, ¿quiénes lo acogieron? María, José los pastores, los magos de tierras lejanas, Simeón y Ana. Aquellos que se consideraban “sabios y entendidos”, las autoridades civiles y religiosas, no lo recibieron, sino todo lo contrario: lo querían matar (cfr. Mt 2, 13-23). A lo largo de nuestra vida se repite esta escena: la gente sencilla busca a Dios, lo alaba. Mientras que los letrados buscan mil excusas para no creer en Él.
Cabría entonces preguntarnos: ¿somos humildes y sencillos? ¿o más bien somos retorcidos y no nos dejamos conducir por Dios? Cuántas veces la gente sencilla ha descubierto los planes de Dios y los ha aceptado, mientras que los orgullosos siguen oponiéndose a los proyectos del Señor, confiando en sí mismos.
El Señor constantemente sale a nuestro encuentro y para poder encontrarnos con Él es necesario tener humildad y sencillez, dejándolo reinar en nuestro corazón. Que Dios nos conceda responder a su llamado con generosidad y con sumisión total, y agradezcámosle que haya “querido mirar la humildad de sus siervos” (cfr. Lc 1, 48).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Que privilegio Señor que tengas tu amor puesto en los sencillos bendito y alabado seas.
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