Lunes XVI semana Tiempo Ordinario
Ex 14, 5-18
Sal 15
Mt, 12, 38-42
En el Pasaje del Éxodo que hoy hemos meditado, se nos relata algo que, de una u otra manera, aparece en toda la historia de la salvación, incluso en nuestros tiempos: me refiero a las quejas de los seguidores del Señor. Al cumplir las indicaciones de Dios y verse rodeados de algún peligro, se quejan contra Yahvé: “era mejor no haberle hecho caso al Señor”.
Sin embargo, Dios no nos deja solos, Él nos acompaña en cada momento de nuestro diario vivir. No ha sido Moisés el que liberó al pueblo de Israel, sino que fue Dios por medio de él y lo conduce a una vida fuera de la esclavitud, proporcionándole la verdadera libertad.
Muchas veces nos puede suceder lo mismo que al pueblo de Israel: al vernos alcanzados o aterrorizados por algún peligro, nos quejamos de Dios, le devolvemos la espalda por medio de quejas y reproches: “Nos has sacado de Egipto para hacernos morir en el desierto?”, ¿me dejas sólo en los momentos de prueba?, ¿te escondes, Señor, cuando más te necesito?; “déjanos en paz y serviremos a los egipcios”.
Los cristianos, en algunas encrucijadas de la vida, nos presentamos a Dios con estas quejas. De hecho, el mismo Jesús cayó en esta fragilidad. Recordemos que, en el momento supremos de su muerte en la cruz, clamo ante su Padre: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46).
Por supuesto por todos es bien sabido que Dios Padre ni abandonó al pueblo de Israel en el desierto, ni abandonó a su Hijo amado en la cruz, ni nos abandona a nosotros, sus seguidores, en lo momentos de fragilidad. Él nunca nos abandona. Siempre está con nosotros, incluso en los momentos de oscuridad y desolación, y aunque no siempre nos cumpla los deseos o caprichos a nuestro antojo, cumple su promesa de sacarnos de ese desierto temporal, llevándonos a una tierra nueva en donde gozaremos de nuevo de la felicidad total.
Probablemente nos pueda estar sucediendo lo mismo que en tiempos de Jesús. Un grupo de letrados y de fariseos, que pertenecen a una “generación malvada e infiel”, piden a Jesús una señal, un milagro. Tal vez su intención no era tan mala, después de todo. Ellos deseaban ver una acción extraordinaria para creer en Él y muchas veces también nosotros queremos una señal para saber que no estamos solos, de que Dios nos acompaña. Sospechamos que con el simple hecho de creer y ver algún gesto realizado por el Señor será suficiente. Pero de nuevo Jesús nos recuerda que el acontecimiento más importante ya se dio y fue el de su resurrección. Esa es la prueba más grande y clara que Dios nos ha dado para saber que Él siempre está con nosotros.
Este acontecimiento nos sitúa ante el misterio de creer o no creer. ¿Por qué algunas personas ante el encuentro con Jesús, contemplando todo lo que hizo y realizó le podemos decir, “¡Señor mío y Dios mío! (cfr Jn 20, 28) y otras personas, contemplando lo mismo, no aceptan a Jesús, cumpliéndose la famosa frase de que “aunque un muerto resucite no creerán”? (cfr. Lc 16, 31).
¿Para qué seguir pidiendo señales si ya todo lo tenemos en la resurrección del Señor? En vez de estar pidiendo signos, deberíamos de pedirle al Señor que nos aumente la fe, que nos conceda confiar abandonarnos a Él sin reservas, sin medidas. No pidamos señales, mejor dejemos que su Espíritu nos sostenga en los momentos difíciles, confiados de que Dios nunca nos deja solos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Así sea Padre amoroso te suplico cada día mi ge en ti sea más amen.
ResponderEliminarGracias padre bendecido día.