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"Dios nos quiere libres"

 Martes XXII semana Tiempo Ordinario


I Tes 5, 1-6. 9-11

Sal 26

Lc 4, 31-37



    Jesucristo, que es la “luz del mundo” (cfr. Jn 8, 12), ha iluminado todos los rincones de nuestra existencia, desde el momento de nuestra concepción, hasta el instante en que partamos de este mundo. Es por esto lo que podemos decir que nosotros somos “hijos de la luz e hijos del día; no lo somos de la noche ni de las tinieblas”.


    Debido a esto, podemos ir encaminando nuestro destino con serenidad, teniendo la certeza de que “Dios no nos ha destinado al castigo o a la perdición, sino a obtener la salvación, la cual nos ha sido otorgada por medio de Jesucristo, el Señor”. De aquí, pues, las palabras del Salmo que hemos escuchado: “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”.


    Si por fe, sabemos lo que nos espera después de esta vida, debemos de “mantenernos despiertos, vigilantes y viviendo sobriamente”. Todo esto equivale a vivir con intensidad el camino que Cristo ha trazado, permaneciendo fieles a sus enseñanzas y confiando en que gozaremos con Él de la gloria eterna.


    Por otra parte, el Evangelio nos muestra a un Jesús capaz de expulsar a “espíritus inmundos”. Tras esta acción, “muchos quedaron asombrados”. Ahora bien, ¿cuándo una persona nos puede asombrar? Podemos dar como respuesta general cuando hace algo fuera de lo común, algo que no cualquiera puede hacer.


    Jesús, constantemente, asombraba a mucha gente, no solo porque hacía muchas cosas que los demás no podían realizar, también lo hacía porque “hablaba como quien tiene autoridad”. Hablar con autoridad significa hablar creyéndose lo que dice y viviendo lo que se dice. En la Iglesia es necesario que también nos creamos todo lo que decimos del Señor.


    Ahora bien, no es únicamente el hablar con autoridad, sino que esta palabra debe de ser acompañada por las obras. En muchas ocasiones creemos que con el simple hecho de hablar o decir cosas ya estamos haciéndolo todo. Las palabras son necesarias, pero deben de ser acompañadas por las obras. Santiago nos lo recuerda en su carta: “Si un hermano está desnudo y carece de sustento diario y alguno de ustedes le dice: 'Vete en paz, caliéntate y come bien', pero no le da lo necesario para el cuerpo, ¿De qué sirve?  De la misma manera sucede con la fe: si no tiene obras, está muerta. Uno puede decir ¿tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe” (cfr. St 2, 15-18). Es lo que Jesús hizo: a su hablar con autoridad, añadía signos que respaldaran el poder que tenía.


    La autoridad de sus palabras y la fuerza de sus obras comienzan a provocar admiración y asombro en la multitud. Y cómo no. Los cristianos sabemos todo lo que Jesús hizo y puede seguir haciendo por su amada Iglesia. Sus Palabras y sus obras nos siguen manifestado el poder salvador de Dios.


    Nosotros sabemos que Jesús nos quiere colmar de esperanza y quiere proporcionarnos la alegría de sabernos libres de toda angustia, de toda preocupación y de toda adversidad. Dios sigue siendo cercano a su pueblo, y “Él no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva” (cfr. Ez 33, 11). Por ello realiza signos admirables y de liberación en medio de nosotros.


    Permitamos al Señor que su autoridad, tanto de palabra como de obra, dé frutos abundantes en nuestra vida. Hoy Jesús sigue siendo cercano a su pueblo y quiere liberarlo de toda congoja. No permitamos que nuestro corazón se pierda de todas las maravillas que Dios quiere para cada uno de nosotros.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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