Jueves XX semana Tiempo Ordinario
Jc 11, 29-39
Sal 39
Mt, 22, 1-14
El día de hoy hemos reflexionado un pasaje muy controversial de la Sagrada Escritura, pues se nos presenta un sacrificio humano. Para poder comprender este pasaje bíblico, en primer lugar, debemos situarnos en el contexto histórico. Este pasaje se sitúa aproximadamente en el s. XIII a.C., es decir, hace unos tres mil años. En la cultura de ese tiempo, ese tipo de sacrificios eran común dentro del pueblo de Dios (basta que recordemos el pasaje de Abraham, en donde Dios le había sacrificar su propio hijo: cfr. Gn 22, 1-18).
Aquel voto ofrecido por Jefté, el de sacrificar una vida humana, puede desconcertarnos, aunque se puede explicar fácilmente por la mentalidad de su tiempo. La acción realizada por este Juez del Señor contrasta con la prohibición de los sacrificios humanos según la ley de Dios.
Ahora, todo esto nos muestra el largo camino que deberá recorrer el pueblo de Israel para poder liberarse de ciertos tipos de religiosidad peligrosa y equivoca, que no respetan a la persona humana ni la relación entablada entre Dios y el pueblo en la alianza del Sinaí.
Con el pasar de los años, el pueblo se irá purificando de todo aquello que no es agradable a los ojos de Dios. Teniendo esto en claro, podemos observar que el autor sagrado, más que resaltar la cuestión del sacrificio humano, pretende mostrarnos que hemos de ser fieles en aquello que le ofrecemos al Señor.
Ahora bien, este pasaje nos debe enseñar que, si hemos de ser fieles al Señor, pensemos bien en qué es lo que ofreceremos al Señor, pues aquello que le hemos ofrecido, debemos cumplirlo. Por este motivo, es mejor evitar el “chantaje espiritual” con el Señor al decirle: “Si Tú me das, entonces yo te daré lo siguiente…”. Recordemos que el Señor sabe lo que es bueno para nosotros y no necesita de nuestras “ofertas” para realizarlo.
Por otra parte, el Señor nos sigue invitando de muchas maneras a participar del Reino de los Cielos, de aquella vida en abundancia, la cual ha sido pensada para el hombre desde toda la eternidad. Sin embargo, aceptar o no esa invitación, depende de cada uno de nosotros. Pueden existir muchísimas excusas, pero como meditamos en el Evangelio, ninguna cuenta: ni para no asistir, ni la de presentarnos indignamente a la mesa del Señor.
Parecería injusto que el rey expulse de la boda a aquel hombre que se presenta sin llevar vestido de fiesta. Tal vez algo que pasamos desapercibido es que, en aquel tiempo, el traje de fiesta era proporcionado por el mismo que hacía la invitación. Es decir, no había excusas para no tenerlo o llevarlo puesto.
Lo mismo sucede con nosotros. El Señor nos hace la invitación sin pensar si somos buenos o malos, pobres o ricos. Él nos ama y nos invita así tal cual somos. Además, nos ha llenado de dones magnánimos, sobre todo el de la gracia santificante, que es el vestido para la fiesta del Reino. Por ese motivo, no hay excusas para no asistir, para no vivir en el reino del amor, la justicia y la Paz.
Pidámosle al Señor que nos conceda la gracia de seguir adelante, de preparar nuestro corazón con el vestido de fiesta como lo es el amor, el perdón, la paz, etc. La invitación está hecho: ¿te animas a entrar a la fiesta?
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Amen.
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