Sábado XX semana Tiempo Ordinario
Rt 2, 1-3. 8-11; 4, 13-17
Sal 127
Mt, 23, 1-12
Al reflexionar este pequeño libro de Ruth, es fácil dejarse cautivarse por él. Contemplamos que, una joven extranjera y Booz, con la generosidad de su persona, harán posible que la bendición de Dios llegue a la casa de su suegra Noemí: Obed, el cual será el abuelo del Rey David.
Cabe resaltar que los protagonistas de esta historia son personas que, desde la sencillez de lo ordinario, hacen posible la esperanza, que por la generosidad con la que viven, toma decisiones que proyectan el designio salvífico del Señor.
Esos pequeños gestos de compasión y amor son los que hacen posible que cada día pueda ser un milagro para muchos. Son esas personas que, en el silencio de la vida sencilla y humilde de cada día, son capaces de acoger al necesitado, de sostener al que flaquea, de fortalecer al débil. Estos personajes son una representación de aquellas personas que viven con honestidad y entrega en sus familias, en su ambiente laboral, con los amigos y compañeros de la vida. Son aquellos hombres que, cuando se necesitan de ellos, se dan sin reservas, buscando hacer el bien, y no esperan ningún reconocimiento o recompensa. Personas que son más felices haciendo más fácil la vida de los demás. Qué agradable y grato ser como ellos.
Ahora bien, no podemos eclipsarnos de la realidad. En la actualidad hay muchas personas buenas, a ejemplo de Ruth, Noemí y Booz. Pero también es cierto que hay personas no tan buenas, que dicen una cosa y con su manera de vivir hacen lo contrario. Claro ejemplo de esto lo podemos encontrar en el Evangelio que hoy hemos meditado.
Cuando en algún grupo impera el egoísmo y la ambición, surgen aspectos que comienzan a destruir y a suscitar el mal en medio de la comunidad: el poder y dominio sobre las personas; la búsqueda de los privilegios por medio de los primeros lugares; el afán de aparentar algo que no se es y ser reconocidos por los demás. En esas circunstancias no es posible que se pueda dar la bondad o la justicia.
Jesús pone de manifiesto que no hay maestros o jefes entre los hijos de Dios, ya que todos somos iguales. Ciertamente habrá personas que posean algún cargo superior: que sea patrón, párroco, coordinador de algún grupo o ministerio, etc. Pero eso no significa que seas más que tus dirigentes. Al contrario, estas llamado a ser modelo, a cuidar y proteger lo que se te ha confiado.
Siempre existirá el riesgo latente de caer en la tentación del poder. Pero la decisión es tuya: o decides corromperte y convertirte como aquellos fariseos y escribas del tiempo de Jesús, donde lo único que buscaban era el prestigio, o existe la posibilidad de ser una persona buena, que desde la sencillez y humildad seas capaz de acoger al más necesitado, a ejemplo de Ruth y compañeros.
Dios quiere el bien para todos sus hijos, no sólo para algunos. Por ello, nos pide que seamos personas buenas, que hagamos el bien, que demos con generosidad todos aquellos dones que Él ha sembrado en nuestro interior. Eso es vivir el Evangelio en su totalidad. Hemos de ser, pues, cristianos que abran puertas y caminos de la esperanza de un mundo mejor.
Es hora de demostrar que en este mundo somos más los buenos que los malos. Vivamos verdaderamente cómo el Señor nos lo pide: con sencillez y humildad, no con autoritarismo o prepotencia.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Dios nos permita crecer cada día y ser mejores cristianos.
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