XXII Domingo del Tiempo Ordinario: Ciclo “B”
Dt 4, 1-2. 6-8
Sal 14
St 1, 17-18. 21b-22. 27
Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23
Tras haber meditado el discurso del “Pan de vida”, la liturgia nos presenta de nuevo al Evangelista san Marcos, el cual meditaremos hasta que termine el año litúrgico.
La liturgia de la Palabra de este domingo destaca como tema principal la “Ley de Dios”, es decir, de su mandamiento, el cual, es un elemento esencial en la vida de los judíos, inclusive en la vida del cristiano, ya que en ella se encuentra la “plenitud del amor” (cfr. Rm 13, 10).
La Ley de Dios es su Palabra, la cual va guiando al hombre por el camino de la vida. A su vez, lo libera de la esclavitud del pecado y lo introduce en la verdadera libertad. Por ese motivo, la Ley no se debe ver como un peso, una carga, como aquellas limitaciones que oprimen o delimitan al hombre, sino como un don precioso que el Señor nos ha regalado, como el testamento de amor que Dios nos ha dado para que tengamos vida, y vida en abundancia (cfr. Jn 10, 10).
En el Antiguo Testamento, vemos que Dios ha nombrado a Moisés como el hombre que trasmitirá la Ley al pueblo. Ya esto es bien sabido por todos. Moisés, después de la travesía del desierto, de un largo caminar, en el umbral de llegar a la tierra prometida, proclama: “Ahora, Israel, escucha los mandatos y preceptos que te enseño, para que los pongas en práctica y puedas así vivir y entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de tus padres, te va a dar”.
Es aquí donde vendrá a darse el gran problema: una vez que el pueblo de Israel se ha establecido en la tierra prometida y se les ha dado los mandamientos que han de seguir, siente la tentación de poner su seguridad y su gozo en lo que no es de Dios, es decir: en los bienes materiales, en otros ídolos que han convertido en dioses, en el poder, etc.
Es cierto, la Ley de Dios permanece en medio de ellos, pero ha sido desplazada, ya no es lo más importante para el pueblo, ya no es una regla de vida. Más bien se ha convertido en una coraza, en un signo de los intereses y egoísmos individualistas de una persona o de un grupo.
Cuando esto sucede, la religión pierde su auténtico significado, el cual consiste en vivir atentamente en la escucha de Dios y el cumplir su voluntad, reduciendo la práctica de los mandamientos a meras costumbres secundarias, que vienen a satisfacer la necesidad humana y no la de Dios. Ese es un riesgo grave para toda la religión, incluso para la religión de nuestro tiempo.
Es por eso que, las Palabra de Jesús en el Evangelio del día de hoy contra los escribas y los fariseos, nos deben de hacer pensar y reflexionar a nosotros también. Cristo hace suyas aquellas palabras del profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos… dejan de lado el mandamiento de Dios para aferrarse a la tradición de los hombres”.
Por ello, el apóstol Santiago, en su carta, nos invita a ponernos en guardia contra el peligro de una falsa religiosidad: “pongan en práctica la palabra y no se limiten a escucharla, enseñándose a ustedes mismos”.
Ser cristianos no consiste únicamente en “hacer” cosas distintas o mejores que los demás, sino en “ser” distinto y mejor a los ojos de Dios. Por eso, el amor y el poder de Jesucristo de debe manifestar en lo más profundo de mi corazón, no en lo superficial de nuestra vida.
Que el Señor nos conceda la gracia de tener siempre un corazón abierto y sincero a su Palabra, siendo ésta el motor y empuje en nuestra vida diaria. No caigamos en la telaraña de convertirnos en meros cumplidores de la Ley, como algo pesado, sino mas bien, que la Ley, al cumplirla, nos haga ser libres en el amor a Dios.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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