Viernes XXII semana Tiempo Ordinario
Col 1, 15-20
Sal 99
Lc 5, 33-39
Una de las muchas particularidades de la Carta a los Colosenses, la cual hemos meditado estos días como primera lectura, es la maravillosa amplitud de perspectiva que va abriendo en nuestro conocimiento, y nos invita a contemplar la grandeza del misterio de Cristo y todas las resonancias que tiene, tanto en la historia humana, como en el cosmos entero.
Hemos de tener cuidad ya que existe el riesgo de reducir a Cristo únicamente al mundo de lo privado, y dentro de ese mundo reducirlo a lo emocional o sentimental, como si la salvación de Dios fuera únicamente una sensación, un acontecimiento reducido a su mínima expresión.
Hoy en día la sociedad mira la religión como algo banal, como una religión superficial. Por esa razón se expresan así de la fe. Vivimos en tiempos donde la Iglesia es rechazada o marginada por no seguir las ofertas del mundo, por ser anticuada al pensamiento contemporáneo, por no seguir el rumbo que todos llevan. El mundo ha reducido la fe a su mínima expresión y, por ende, han reducido a Dios a un concepto o a una idea.
Frente a esta realidad, San Pablo, por medio de la Carta a los Colosenses, nos ofrece el rostro de un Cristo que no vino al mundo a pasearse, ni a dar consejitos dulces sobre cómo debemos portarnos. Todo lo contrario: entregó su vida por nosotros. Algo sumamente serio había en ese corazón que fue capaz de amar hasta el último latido.
En Cristo, todo tiene su verdadero comienzo, todo adquiere su consistencia, todo tiene su desenlace. La vida no vale la pena vivirla sin Él. Si el mundo se aleja de Cristo se aleja de todo aquello que le da sentido. Podemos decir que la muerte es progresiva sin la presencia de Jesús.
Es cierto, será difícil lograr hacer que la gente que no cree en Dios crea que Jesús es el fundamento de todo. Será casi imposible lograr abrir los ojos de aquellos que prefieren las tinieblas antes que la luz. Todo parece indicar que estamos perdidos, que ya no hay solución para rescatar a la humanidad.
Sin embargo, no es así. Dios sigue confiando en el hombre. Él sabe que lo “ha creado a su imagen y semejanza” (cfr. Gn 1, 27) y sabe de todo lo que éste es posible de hacer. De ahí las palabras que hemos meditado en el Evangelio: “A vino nuevo, odres nuevos”.
Dios no pierde su esperanza en el hombre porque sabe que tiene la capacidad de superarse día a día. Ciertamente que muchas veces la persona humana tiende a caer en una vida de pecado. Sin embargo, tiene que aprender a levantarse, a perseverar en su lucha, confiado de que algún día vencerá por completo esa tentación.
El ejemplo que emplea Jesús, el de los odres, es muy puntual. En el tiempo de Jesús, el vino era de mucha importancia, por ello había que darle los mejores cuidados. Aquellos hombres que se dedicaban a la producción de esta bebida, sabían que tenían que estar pendientes de los odres, ya que estos podrían reventarse y perder el vino que había sido depositado en ellos.
Sucede lo mismo en nuestra vida de fe: si queremos acoger a Dios en nuestra vida, la cual está formada de prejuicios, caprichos o comodidades, se desperdiciará la gracia del Señor. En cambio, si nos presentamos ante el Señor con docilidad, con apertura y humildad, el vino de su amor se conservará en nuestro corazón.
Si hemos dejado al Señor fuera de nuestra vida, es necesario hacer “ayuno”, es decir, dejar un espacio en el corazón para que pueda ser llenado por Él. Si en tu vida ya está Dios, no tienes que hacer nada, ya que Él lo hace todo en ti.
“Cristo es la imagen de Dios invisible… y por Él quiso reconciliar consigo todas las cosas”. ¿Para qué seguir viviendo una vida vacía sí podemos vivir una vida llena de Dios, del vino de la alegría y del amor? Basta dejarnos reconciliar con el Padre por medio del Hijo.
Aún estás a tiempo: sustituye tu viejo odre por uno nuevo; transforma tu corazón de piedra en uno de carne; cambia tu vida de pecado por una vida de gracia y amor.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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