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"Por una vida buena"

 Viernes XXIII semana Tiempo Ordinario


I Tm 1, 1-2. 12-14

Sal 15

Lc 6, 39-42



    Es interesante que San Pablo, una autoridad en la Iglesia primitiva, reconozca con humildad y sencillez los fallos que había cometido en su pasado. El Apóstol nos recuerda que fue un blasfemo, un perseguidor y un violento para con los primeros cristianos.


    Generalmente la vida de los santos suele estar llenas de grandes milagros, acciones de total amor, vidas virtuosas que se han esmerado en seguir las huellas de Cristo. Por desgracia, muchas de esas veces nos quedamos con la versión agradable y no contemplamos aquellas sombras o momentos de fragilidad por las que han pasado.


    Cuando uno escucha a alguien hablar de la santidad, solemos pensar que alcanzarla es imposible, que nunca llegaremos a ser santos. Eso puede suceder a menudo y más si estamos viviendo constantemente en una vida de pecado. Pero no nos debemos desanimar. En una ocasión escuche a un sacerdote decir: “No hay ningún santo que no haya tenido su pasado pecador”. Ciertamente que la vida hacia la santidad exige esfuerzo y “sólo los que se esfuerzan la alcanzaran” (Cfr. Mt 12, 11).


    Muchos de nosotros estamos preocupados por lo que fue y por lo que podrá ser. No olvidemos que el ayer ya es historia, ya no puede cambiar y que el mañana es un misterio, puesto que no sabemos si llegará. Hemos de aprender a vivir el hoy, como un “presente” que Dios nos regala para aspirar a la pureza del alma.


    Al reconocer con humildad la presencia de Dios en nuestra vida, como lo ha dicho San Pablo, nos podemos hacer abiertos a la presencial del prójimo. La humildad nos hace recordar en qué hemos fallado y qué estamos dispuestos a ser tolerantes con los demás. Es lo que Jesús nos ha compartido en el Evangelio: “¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo?... ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver bien para sacar la paja del ojo de tu hermano”.


    Tal vez nosotros no hayamos sido como San Pablo, blasfemos, perseguidores o violentos, pero si estamos seguros de que tenemos muchas cosas que cambiar en nuestro corazón. No olvidemos que, como el Apóstol, el Señor “quiere tener misericordia de nosotros, derrochar su gracia en nuestra vida, dándonos la fe y el amor que provienen de Jesucristo, el Maestro”.


    Hoy en día creemos pensar que somos los indicados para decirle a alguien lo que tiene que hacer, cómo debe de comportarse, qué debe de utilizar, cómo debe vestir, etc. Pensamos que ya lo sabemos todo. Pero no es así, todavía hay muchas cosas que tenemos que aprender del Señor: “¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje será como su maestro”.


    Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana dijo: “Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. Parafraseando esta misma frase diría: “quien no se reconoce pecador, está condenado a no alcanzar la santidad”. Por eso, es necesario que reconozcamos que Dios tiene compasión de nosotros. Él sigue empleando su misericordia para cada uno de sus hijos muy amados. Por esa razón hemos de tener una actitud más abierta y humilde para con los demás.


    Tenemos un camino que seguir recorriendo: no nos desanimemos por nuestro pasado pecador. Al contrario: aprendamos de él y busquemos, con la gracia de Dios, reivindicar nuestro camino. ¿Quieres ayudar a otros a alcanzar la santidad? Primero ayúdate a ti mismo, ya que “si no estas bien contigo mismo, no puedo estar bien con los demás” (Irene Sandoval), si no cambias tu pasado pecador, no podrás ayudar a otros en su camino hacia la santidad.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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