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"Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte..."

  Miércoles XXVII semana Tiempo Ordinario


Jon 4, 1-11

Sal 85

Lc 11, 1-4



    Jonás se manifiesta a Dios con disgusto por la conversión de Nínive, una ciudad llena de gentiles. Que curioso, él sabe que el Señor es “compasivo y misericordioso” y aún así se enfada por ver que los habitantes de Nínive se convierten a Dios con un sincero arrepentimiento. Es raro contemplar que un profeta del Señor prefiera ver el castigo a un pueblo rebelde, que la conducta amorosa del Padre por sus hijos amados. 


    Esto me hace recordar la parábola que Jesús cuenta a la muchedumbre sobre los trabajadores contratados a diferentes horas del día para trabajar en una viña: como los primeros, al ver que a los últimos también les tocaba un denario, se enojan con el Rey por haberle dado lo mismo, aún cuando él había quedado en pagarles lo justo al finalizar su jornada: “Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿No quedé en pagarte un denario? Pues toma lo tuyo y vete… ¿Es qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O te vas a enojar porque yo soy bueno? (cfr. Mt 20, 1-16). Yo espero que nuestra actitud no sea tan ridícula como la de Jonás al ver que Dios bendice a aquellos que después de llevar una vida no tan recta, se convierten y siguen el camino del Señor.


    No olvidemos que el autor sagrado de este relato busca hacer quedar mal a los judíos, ya que ellos se resisten al plan salvífico de Dios, siguen cerrados en sí mismos, en contraste con los paganos que comienzan a convertirse al Señor. El que queda mal en esta historia no es Jonás, sino el pueblo judío (incluso también a nosotros nos puede caer como anillo al dedo esta historia), que no supieron ser una bendición para los demás pueblos.


    De hecho, puede ser que algo parecido a lo de Jonás nos suceda a nosotros: que caigamos en rabietas infantiloides ante la bondad de Dios con otros, cuando Dios no nos concede lo que pedimos, cuando el Padre nos pone pruebas que creemos imposible de superar, etc. 


    ¿Qué pasaría si anuncias la destrucción a un pueblo y éste se convierta y el Señor lo perdona porque verdaderamente ha cambiado? ¿Te enojarías con el Señor por ver que es bueno con ellos? ¿Te enfadarías con Él porque tu anuncio no se concreto y te hizo quedar mal con las otras personas? ¿Te alegrarías más por la condenación de otros a preferir que ellos retornen al buen camino y alcancen la salvación? Si nuestro corazón estuviera fuera de Dios, muy probablemente sí reaccionaríamos de esa manera.


    Por ello, nuestra actitud ante el Señor tiene que ser como la del Evangelio: “Señor, enséñanos a orar”. Unos discípulos que han comprendido que Jesús todo lo hace muy bien. ¿Qué tenía la oración de Jesús? ¿Qué mostraba su oración que fuera tan atrayente para los discípulos? Yo digo que, más que la oración, era contemplar como Jesús vivía lo que rezaba, ya que su oración la convertía en acciones.


    La manera en la que Jesús nos enseña a orar y vivir, en primer lugar, a ver a Dios como nuestro Padre. Contemplarlo como Aquel que cuida de sus hijos y que nunca apartará su amor por nosotros; un Dios que nos otorga lo necesario para nuestro peregrinar en este mundo: “danos hoy el pan de cada día”; un Señor capaz de perdonar todas nuestras ofensas y librarnos de la adversidad.


    ¿Quieres que tu corazón no caiga en la actitud de Jonás? ¿Quieres verdaderamente alegrarte con aquellos que Dios perdona? Comienza a orar y que esa oración te transforme cada vez más a imagen y semejanza del Maestro.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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