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"¿Quieres ser grande? Hazte el último..."

 XXIX Domingo del Tiempo Ordinario: Ciclo “B”


Is 53, 10-11

Sal 32

Hb 4, 14-16

Mc 10, 35-45



    El día en que el Papa Benedicto comenzó su Pontificado, se dirigió a la Iglesia con una afirmación sublime: “Dios no quita nada y lo da todo”. Aquel hombre, sucesor de San Pedro, sabe lo que el Señor le ha regalado. Ha recibido un tesoro incomparable; ha encontrado la “perla preciosa” y el “tesoro escondido”; ha recibido un verdadero don de la gracia. Es el mismo don el que movió a los primeros discípulos a seguir al Maestro, dejándolo todo. Es el mismo don que recibieron los Apóstoles, del cual nos habla el Evangelio de este domingo.


    Verdaderamente Cristo no le quita nada al hombre y le da todo. No lo priva de ningún bien para darle todo bien. Ni siquiera lo priva de su mal. Jesús no resuelve las dificultades eliminándolas o sustituyéndolas en el hombre. Más bien salva al hombre de la muerte por medio de su Cruz, pero sin ahorrarle la fatiga de su libertad, la cual nos lleva a despojarnos de todo aquello que nos hace pecar.


    En ocasiones, el corazón parece que ya no soporta más, que está cansado y quisiera liberarse de todo aquello que lo congoja, queriendo alcanzar sus anhelos más profundos. La impaciencia nos empuja, al igual que Santiago y Juan, a pedirle al Señor lo mejor sin antes pasar por lo peor.


    “Concede que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando estés en tu gloria”. Con estas palabras, los hijos del Zebedeo le piden a Dios que les hiciera dar un gran salto, colocarles automáticamente en lo más alto. Indirectamente quieren ahorrarse todo el peso del camino, toda fatiga que este implica. Quieren que desaparezcan los obstáculos para alcanzar la meta. En pocas palabras: quieren que el Señor les ahorre el sufrimiento y la fatiga.


    Ahora, podemos compartir la ira de los demás discípulos mirando con enojo la petición de estos. Sin embargo, sería una mirada muy apresurada y no coincidiría con la mirada de Jesús. El Maestro no reprocha la petición que le hacen los hijos de Zebedeo, más bien les ayuda a purificar su intención. De ese modo, endereza correctamente su deseo en la única dirección posible: ser el último, ser el servidor de todos”.


    En verdad, Santiago y Juan habían comprendido que la única manera de que fueran grandes no podía ser más que al lado de Cristo. Y es que ese deseo de grandeza del hombre es propio de cada uno. El hombre está hecho para ser grande, ya que él es “capaz de Dios” y no puede conformarse con nada que sea inferior a Dios mismo.


    ¿Cómo puede, entonces, alcanzar este deseo? Confiándolo a Dios, ya que Él es quien ha hecho nuestro corazón. Él es quien nos responde, tal vez no del modo que esperamos, pero siempre con la verdad: en ocasiones lo hará encaminándonos de aquellas circunstancias de las que queremos huir, de aquellas pruebas que creemos imposibles de superar, de los obstáculos que nos imposibilitan entregarnos con generosidad, etc.


    Dios no quiere privarnos de aquellas situaciones concretas por las que estemos pasando, sino más bien se quiere hacer presente en nosotros, ayudándonos a enfrentarlas y superarlas, ya que “no tenemos un sumo sacerdote que no sea capaz de compadecerse de nuestros sufrimientos, puesto que Él mismo ha pasado por las mismas pruebas que nosotros, excepto en el pecado”.


    No se puede llegar a ser “servidores” por un despacio de la grandeza, sino más bien por el único verdaderamente grande: Jesús de Nazaret. Nos llama a compartir con Él toda nuestra existencia, para luego compartir su Reino; Él, que bebió el cáliz amargo de la Pasión, nos concede tener parte con Él.


    Permitamos que el Señor nos guíe en nuestra vida y, aprendiendo de Él, podamos ser los últimos y los servidores de todos, para alcanzar la grandeza del Salvador.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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