Martes XXX semana Tiempo Ordinario
Rm 8, 18-25
Sal 125
Lc 13, 18-21
El día de hoy, tanto la primera lectura como en el Evangelio, podemos entrever una débil analogía. En efecto, por una parte, San Pablo abre la vida cristiana a la perspectiva de un futuro que será la plena manifestación del don de Dios. Esa es la meta a la que nos deberíamos de sentir llamados y orientados por el don de la esperanza, la cual es capaz de sostenernos a lo largo de nuestro camino, aun cuando esta perspectiva no elimina el dolor de nuestro transito terrenal por este mundo. Por otra parte, con las parábolas del grano de mostaza y de la levadura, Jesús nos permite contemplar que el Reino de Dios, anunciado e inaugurado por Él, será realizable en nosotros.
Todo esto nos permite entrever una gran lección de vida en este horizonte, un horizonte que el Señor a abierto a todo cristiano por la fe en Jesucristo, el Salvador. Esta lección se desprende de esa pequeña, aunque selecta semilla, que es la esperanza, “la más pequeñas pero la más preciosa de las virtudes” (Charles Péguy).
La esperanza, la segunda de las virtudes teologales, está estrechamente relacionada con la fe, y es el preámbulo de la caridad, siendo capaz, en efecto, de entretejer puentes invisibles, pero reales, entre este presente histórico y el futuro escatológico del Reino de Dios; entre la experiencia que vivimos “en este valle de lagrimas” y el don que nos está asegurado en la patria celestial; entre las luchas que vamos combatiendo aquí en la tierra y la corona de gloria que nos espera en la Jerusalén del Cielo.
Desde esta visión, es importante que reflexionemos sobre el significado exacto de la expresión “Reino de Dios”, con la que son introducidas las dos parábolas evangélicas de este día.
Ese Reino ha sido inaugurado por la presencia, la palabra y las acciones del Señor, pero que llegará a su cabal cumplimiento al final de los tiempos, cuando el mismo Hijo de Dios vuelva revestido de gloria y majestad.
Bien sabemos que la siembra requiere de mucha atención, puesto que se tiene que preparar el terreno para que sea fértil, vigilar que las malas hierbas no ahoguen la buena semilla, ser pacientes para que el fruto se vaya dando y estar listos para recoger la cosecha. Lo mismo sucede con la fermentación de la masa, ya que es un trabajo de mucho cuidado y delicadeza, para que por medio del calor y del tiempo necesario, aumente el volumen de la masa y no se quede sin fermentar. Lo mismo supone trabajar por el Reino de Dios: afrontar las dificultades, los dolores y sufrimientos en esta vida, puesto que sabemos que es lo que nos espera al final de nuestra vida.
Es necesario convertirnos en semilla y levadura. Tal vez esto nos haga temblar, porque implicaría una entrega total, una transformación profunda de mi persona, un morir a mis egoísmos, para dar así comienzo a una nueva realidad. Que el Señor nos conceda el coraje, las fuerzas necesarias, para perseverar en la fe, en la esperanza y el amor, y así poder florecer en el mundo, siendo fermento del Señor y comunicando a los demás la alegría del Reino de Dios.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Comentarios
Publicar un comentario