Lunes de la XXXIV semana Tiempo Ordinario
Dn 1, 1-6. 8-20
Dn 3
Lc 21, 1-4
Uno de los temas más frecuentes al terminar nuestro año litúrgico será el de la fidelidad al Señor. Hoy, en el pasaje de la primera lectura, contemplamos la confianza que tiene Daniel y sus compañeros que ponen a prueba el poder de Dios. Ellos son conscientes de que por ellos mismos no podrán permanecer fieles. Por ende, no dudan en depositar plenamente su fe en el Señor.
Aquellos judíos tuvieron que afrontar los embates del rey Antíoco, el cual buscó, por todos los medios posibles, hacer que el pueblo rindiera culto a los dioses paganos. La lección que nos deja el texto de hoy es clara: así como los judíos, en especial estos jóvenes, también nosotros somos invitados a permanecer luchando, resistir todos las embestidas y tentaciones que el maligno tiene para cada uno de nosotros. No permitamos que nuestra esperanza desaparezca en medio de la persecución, sino más bien mantengámonos firmes como Daniel y sus compañeros lo hicieron.
Esta lectura también resulta muy estimulante para todos los que decimos ser testigos del Señor, ya que la seducción que emplea el mundo, para hacernos alejarnos de los proyectos de Dios, es muy fuerte y de vez en cuando nos hace tambalear en nuestro ser cristiano.
Hoy en día lo de comer carne de puerco o beber algún vino, es lo de menos. Aquí lo que interesará es saber conservar el estilo de vida del cristiano, conservar en el corazón la Alianza que el Señor hizo con cada uno de nosotros.
Dios, nuestro Señor, hace todo lo posible para que no dejemos de lado el cumplimiento de sus mandamientos. En medio del mundo podremos experimentar un sinfín de obstáculos y tentaciones, que constantemente nos estarán incitando y estimulando para seguir un camino en medio de la mediocridad, el ir haciendo tibio el corazón. Por ello es necesario que, así como esos jóvenes tomaron la firme decisión de permanecer fieles al Señor, nosotros nos mantengamos fieles a Dios. Tenemos que aprender a ser valientes y perseverantes, así como lo veíamos la semana pasada en la figura de Eleazar, de la madre y sus siete hijos, de Matatías.
Nuestra fe en Dios no puede estar fraccionada: en algunas ocasiones nos abandonamos a Él plenamente y en otras confiamos en las cosas del mundo. Nuestra fe tiene que ser totalizante. Como la ofrenda de la “pobre viuda”. Ella lo dio todo, no se reservó nada para ella. También nosotros debemos de darle toda nuestra vida al Señor y no únicamente lo que nos sobra.
Depositar toda nuestra fe en Dios no es cosa sencilla. Esto asume e implica un amor totalizante, capaz de entregar todo lo que se encuentra en el corazón. El ser discípulo de Cristo, no es simplemente un beneficio que se tiene, sino una entrega generosa de su persona. Por ende, todo seguidor del Señor ha de manifestar con su vida la lealtad de permanecer firme al cumplimiento de sus mandamientos, sabiendo que con su gracia podrá perseverar en el camino del bien.
¿Y tú: le eres fiel al Señor? ¿Confías plenamente en Él? ¿Le entregas y consagras tu vida toda? Sería bueno que, al ir finalizando nuestro año litúrgico e ir preparando el siguiente ciclo, caigamos en la cuenta de que tan fieles le somos a Dios. Si todavía no te entregas del todo, aún estás a tiempo de volver tu vida a Él, abandonándote completamente a su amor. Créeme, no te arrepentirás de esto. Todo lo contrario, podrás experimentar todos los días las pruebas cotidiana de su amor y, por ende, permanecerás siempre fiel a sus designios salvíficos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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