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"Haz lo que te toca"

 Viernes XXXII semana Tiempo Ordinario


Sb 13, 1-9

Sal 18

Lc 17, 26-37



    Qué tristeza es contemplar a un hombre que, teniendo ojos, es incapaz de ver; que, teniendo lengua, no quiere hablar; que teniendo oídos no desea escuchar a los demás. Pues algo de esto nos quiere presentar el fragmento del libro de la Sabiduría que hoy hemos meditado en la primera lectura.


    Este libro nos relata la necedad del ser humano, la incapacidad que tiene por reconocer en las cosas creadas al Creador. El hombre se maravilla, se asombra por todo cuanto existe, pero no ha sido capaz de llegar al Señor que las creó.


    Es cierto, todas las creaturas del universo poseen un gran encanto, una desbordante belleza y, por ende, merecen ser admiradas. Pero no sólo nos hemos de quedar en las apariencias, sino que tenemos que ir más allá. La inteligencia, o mejor dicho, la sabiduría que poseemos, debe conducirnos hacia el autor, hacia la fuente misma que lo ha llamado a la existencia.


    Tenemos que ser sumamente cuidadosos y no quedarnos únicamente en las apariencias. Ciertamente que hay muchas cosas que se roban nuestra atención, que no siguen sorprendiendo o impresionando, pero hemos de ser más reflexivos y llegar a la fuente de donde mana todo lo creado: Dios. Abramos los ojos para estar bien atentos a aquellos signos que nos muestran y manifiestan la presencia del Señor en nuestro entrono.


    Por otra parte, pero en relación con lo que dice el libro de la Sabiduría, Jesús reprocha a las personas de su tiempo, las cuales repiten las actitudes insensatas de los contemporáneos de Noé y Lot: “Comían, bebían, se casaban, compraban”. También nosotros podemos caer en esta actitud, pensando que somos eternos, que nuestro tránsito en este mundo aún es largo.


    Jesús habla a sus discípulos del “día de la manifestación del Hijo del Hombre”. Y sí, este puede ser un pasaje un poco lúgubre, pudiendo crear incertidumbre entre los suyos. Sin embargo, de esto tenemos que sacar luces: es cierto, ese día existe, algún día llegará de improviso, como un relámpago. No será anunciado en las redes sociales, ni se nos anticipará unos cuantos meses antes de que suceda. Por ello, es necesario estar preparados, estar vigilantes.


    Nosotros, como seguidores de Cristo, sabemos que Él no “ha venido a castigar a la humanidad, no vino a condenar al mundo, sino a salvarlo” (cfr. Jn 12, 47). Por ello, el Señor nos invita a seguir entregando nuestra vida, sin reservas, ni medidas. No quiere que, por estar pensando en un final inminente, dejemos de hacer lo que nos corresponde hacer. El verdadero cristiano no caerá en la tentación de vivir descuidado, sino que día con día preparará su corazón. Por eso, el día en que esto suceda, no tendrá que hacer algo extraordinario para salvarse, puesto que el Señor lo encontrará haciendo lo que le corresponde.


    La gloria futura puede ser alcanzada viviendo con sentido y entrega nuestro ser cristiano. Es por eso, que aquel que guarde su vida para sí, la perderá; sin embargo, el que la entregue con generosidad, la ganará. De aquí la importancia de vivir nuestra vida como si fuera el último día que nos queda: con responsabilidad y alegría.


    Que el Señor nos conceda poder contemplar su presencia en todo lo creado y, así, sabiendo que Él se hace cercano a su pueblo, podamos estar preparados y vigilantes todos los días de nuestra vida.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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