La Natividad del Señor
(Misa de la Noche)
Is 9, 1-3. 5-6
Sal 95
Tt 2, 11-4
Lc 2, 1-14
“Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”. Aquella promesa hecha por el profeta Isaías al pueblo de Israel, de la cual no se tenía con certeza cuando llegaría, el Ángel la comunica a los pastores como algo ya presente: “Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido el Salvador: el Mesías, el Señor”.
El Señor se hace presente desde ese momento en la historia de la humanidad. Dios se hace realmente un “Dios-con-nosotros”. Ya no lo contemplamos como un Dios lejano, del cual tenemos alguna concepción utópica o alguna idea abstracta sobre Él. Dios ha entrado en este mundo y está a nuestro lado, como lo dijo el mismo Cristo Resucitado: “Sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a decir ahora a nosotros por medio del Evangelio. Por ello, esta noticia no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también me afecta a mí y, por tanto, me debe llevar igual que los pastores directo a Belén y contemplar lo que ha sucedido allí.
El Evangelio no pretende narrarnos la historia de los pastores, sino más que nada nos enseña cómo responder de manera justa y atenta al mensaje que se nos dirige: la Sagrada Escritura nos muestra que los pastores eran personas vigilantes, ya que el mensaje pudo llegar porque se encontraban velando. Nosotros debemos de despertar para que nos llegue el mensaje, debemos de ser personas realmente vigilantes.
Gran diferencia la que existe entre un hombre que sueña y uno que está despierto. Aquel que sueña está en un mundo particular, con su yo, encerrado, que no busca relacionarse con los otros. Estar despierto, significa salir de mi mundo particular y entrar en la realidad de los otros, entrar en la comunión del único Dios.
Así pues, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios, para aquellos signos que Él nos presenta para guiarnos. Debemos de abrir los ojos de la fe, contemplar desde lo profundo del corazón todos estos signos que Dios está empleando para conducir mis pasos por el camino de la paz. Por eso es necesario pedirle al Señor que nos abra los ojos del corazón para estar vigilantes, para poder experimentar su cercanía.
El Evangelio nos muestra que estos pastores, tras la noticia del Ángel, “salieron presurosos”. Aquello que se les ha anunciado es tan importante que deben de ir inmediatamente. En efecto, lo que se les ha anunciado les ha cambiado su mundo, puesto que ha nacido el Salvador. ¿Qué podía haber de mayor importancia que aquella noticia?
Es triste decirlo, pero es verdad: en nuestra vida ordinaria las cosas no son así. La mayoría de los hombres no consideran una prioridad las cosas de Dios, no acuden a ellas de una manera inmediata, inclusive las van postergando. Se hace todo lo que aquí y ahora nos parece urgente. En la lista de prioridades, generalmente Dios se encuentra casi en último lugar.
Si algo en nuestra vida merece prioridad, debería de ser la causa de Dios. En la Regla de San Benito podemos contemplar un principio para sus monjes: “Ora et labora”: Reza y trabaja”. Es decir: no anteponer nada antes que Dios. Para ellos, la liturgia es lo primero; todo lo demás viene después.
Eso también se puede traducir en nuestra vida: Dios es importante, lo más importante en nuestra vida. Esta es la prioridad que nos enseñan los pastores del Evangelio. Aprendamos de ellos a no dejarnos someter por los egoísmos de nuestro corazón.
Aquellos pastores poseían una alma sencilla y son los primeros en encontrarse con el Redentor del mundo. Ellos estaba ahí, al lado. No tuvieron que recorrer una gran travesía. En cambio los sabios, tuvieron que recorrer un camino más largo, ya que ellos vivían lejos. Ellos necesitaron ser guiados, seguir indicaciones.
Pues también hoy, en nuestro tiempo, hay almas sencillas y humildes que viven cerca del Señor. Pero también es cierto que muchos hombres vivimos lejos de Jesucristo: vivimos en nuestras filosofías, en nuestros negocios, en nuestras ocupaciones, haciendo nuestro camino a Belén más largo.
Pero no todo está perdido: Dios sale a nuestro encuentro, nos impulsa continuamente de muchas maneras. Nos da una mano para que podamos salir de nuestros pensamientos, de nuestros compromisos, encontrando así un camino hacia Él. El Señor nos llama a todos y espera que podamos emprender nuestro camino hacia Belén, hacia ese Dios que ha venido a salvarnos.
¡Qué maravilloso es esto! Dios ha salido a nuestro encuentro: “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz”. No podíamos llegar hasta donde estaba Él por nuestra propia cuenta. Pero Dios se ha abajado, viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Lo único que nos pide es que nos abandonemos a Él y experimentemos cuánto nos ama.
Cómo nos gustaría un signo diferente, algo imponente que muestre el poder y la grandeza de Dios. Pero su señal es la fe y el amor, por eso nos da la esperanza. Dios es así y nos invita a ser semejantes a Él. Es por eso que Cristo quiere darnos un nuevo corazón.
Por eso, hermanos, en esta Navidad, pidámosle al Señor que entre a nuestra vida; que transforme nuestra alma; que nos renueve con su Espíritu Divino; que podamos abrir nuestros ojos para descubrir los caminos que nos conducen hacia Él; y que verdaderamente tengamos la determinación de ofrecer nuestro corazón como un humilde pesebre, en donde queremos que nazca Jesucristo, el Salvador del mundo.
De todo corazón, les deseo una feliz y santa Navidad.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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