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"Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia"

 Viernes III semana Tiempo Ordinario


II Sm 11, 1-4. 5-10. 13-17

Sal 50

Mc 4, 26-34



    Seguimos ahondando en la historia sagrada en donde Dios y los hombres son los protagonistas. Hoy, según lo reflexionado en la primera lectura, volvemos a contemplar luces y sombres del hombre.


    El protagonista del pasaje de hoy es David. En una primera instancia, prevalecen las sombras de su obrar. El rey, dejándose vencer por sus bajas pasiones, abusando y sacando provecho de la situación privilegiada en la que se encontraba, toma a Betsabé, esposa de Urías, y la deja embarazada. Para que su pecado no quede al descubierto (puesto que no había logrado que Urías pasara una noche con su mujer), no encontrando otra salida, provoca la muerte de un hombre inocente.


    Lo cometido por el rey David fue un acto atroz. Pero también en su vida encontraremos luces. Esas luces vendrán con su sincero arrepentimiento, el cual hemos meditado en el Salmo del día de hoy: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado”. David está completamente convencido de que Dios lo escuchará, puesto que él sabe que “a un corazón quebrantado y humillado, el Señor no lo desprecia”.


    También nosotros tenemos que reconocer que las sombras nos acechan continuamente, que nos impulsan a desviar nuestro corazón de los caminos del Señor. Bien lo decía San Pablo: “Porque no hago el bien que tanto quiero, sino el mal que tanto aborrezco” (Rm 7, 12).


    Ahora bien, todos aquellos que decimos ir acompañando al Señor, recorriendo el camino que Él nos dejó, tenemos que ser conscientes de lo que esto implica. Por una parte, sabemos que Dios hace lo que le corresponde. Por otra, nosotros tenemos que realizar lo que nos toca. De ahí las parábolas que hemos escuchado el día de hoy. El hombre es el encargado de trabajar la semilla: cuidar de ella, regarla, proporcionarle lo más conveniente para su crecimiento. Sin embargo, sin saber cómo, la semilla va perforando la tierra, generando raíces, creciendo los tallos, llenándose de hojas y ramas, hasta formar la planta. Es Dios el que le da crecimiento, el que hace posible que el Reino de los Cielos vaya germinando en nuestra realidad.


    Hay momentos en que los cristianos necesitamos descansar, pasar una buena noche. Aún en nuestro descanso, “la semilla germina y va creciendo por sí sola, sin que el sembrador sepa cómo”. El Apóstol nos dice algo al respecto: “Pablo plantó, Apolo regó, pero el que da el crecimiento es Dios” (cfr. I Co 3, 6). Hagamos lo nuestro (sembrar, abonar, cuidar de la tierra, etc.) y dejemos a Dios hacer lo suyo.


    ¿Soy consciente de que mi vida está siendo sacudida por la tentación? ¿Me percato de aquellas veces que hago el mal que tanto aborrezco y no el bien que tanto amo? Cuando he caído, ¿vuelvo a Dios con un corazón arrepentido y así poder recibir su perdón y continuar por el camino del bien? Del mismo modo que hizo David y Pablo, también nosotros acudamos al Señor, el único que puede librarnos de todas nuestras sombras e instalarnos por el camino de la luz. Hagamos todo lo que nos corresponda a nosotros (el arrepentimiento, el deseo de ser mejores, seguir luchando contra la tentación) y dejemos al Señor hacer lo suyo (otorgarnos el perdón, manifestarnos su amor, haciendo crecer el Reino de los Cielos para todos).


    Bien lo dice el dicho: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Así que: manos a trabajar.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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