Miércoles II semana Tiempo Ordinario
Sm 17, 32-33. 37. 40-51
Sal 143
Mc 3, 1-6
Jesús continúa su travesía, realizando la misión que el Padre le ha encomendado. Por desgracia, siguen apareciendo piedras-obstáculos en su camino: los fariseos. ¿Cuál es el problema? Sigue siendo la cuestión de la ley y su pleno cumplimiento.
Con esto anteriormente dicho, no pretendo darles la razón a los fariseos, sino que habrá que analizar su actitud. Basta recordar lo que Jesús decía de ellos: “Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, porque no entran al reino de los cielos y no dejan entrar a nadie… ay de ustedes, que dan el diezmo de la menta y la ruda, olvidándose de lo más importante, la justicia y la misericordia… ay de ustedes, que limpian el exterior del vaso y dejan el interior lleno de basura… ay de ustedes, que son sepulcros blanqueados: hermosos por fuera y por dentro están llenos de podredumbre” (Cfr. Mt 23, 13-28).
Cristo ya lo había dicho: “No piensen que he venido para abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirla, sino a darle plenitud” (Mt 5, 17). Jesús no va en contra del sistema, de la misma ley dada por su Padre, sino que pretende darle total cumplimiento, quiere darle el sentido que le pertenece.
El Maestro sabe que los fariseos se han desviado de la mirada compasiva de Dios, poniendo cargas innecesarias a la comunidad. Pero ¿por qué? ¿Por qué se han desviado de lo que Dios les ha pedido o indicado hacer? Porque ellos no desean recibir la verdad, no aceptan el verdadero sentido de la ley, no quieren reconocer el amor supremo que Cristo viene a instaurar por los pecadores.
Entonces que será más importante: ¿el valor supremo o el bien del hombre y la gloria de Dios? Jesús, en su lucha contra la mentalidad legalista de los fariseos, ayer nos planteaba que “el sábado es para el hombre” y no al revés. Lo que Jesús dice, lo pone en práctica con aquel hombre de la mano atrofiada.
Cuando Marcos escribe este Evangelio, muy probablemente se está dando una discusión en la comunidad primitiva: la cuestión de los judaizantes, los cuales se empeñan en conservar ciertas normas de manera meticulosas dadas en las tablas de la Ley (una mala interpretación de lo que Dios manda).
Digamos: Sí a la Ley; no al legalismo. La Ley es necesaria en la vida del hombre, puesto que detrás de cada ley hay una intención que debe respirarse con amor y respeto al mismo hombre. Ya lo dice el mismo Código de Derecho Canónico: “todo sea para la salvación de las almas” (cfr. CIC 1752). La ley suprema de Cristo y de la Iglesia es la salvación de la persona.
Por ese motivo, démosle gracias a Dios por haber venido a nosotros para abrirnos el camino hacia Él, por medio de su Hijo amado. Pidámosle al Señor que tenga piedad de nosotros, de nuestra parálisis, de nuestra mano atrofiada, y más todavía, de la dureza de nuestro corazón al poner antes la ley que el bien de la persona. Como Jesucristo, también nosotros hagamos el bien a todos, siendo instrumentos dóciles del amor del Padre.
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