Jueves III semana Tiempo Ordinario
II Sm 7, 18-19. 24-29
Sal 131
Mc 4, 21-25
David, en la primera lectura que hoy hemos meditado, muestra su profundo sentido religioso, dándole gracias a Dios, reconociendo la iniciativa que Él ha tenido para con él y le pide que su bendición lo siga acompañando junto con toda su familia.
Lo que el rey David tanto desea es que todo el mundo hable de Dios, que reconozcan su grandeza y la fidelidad que ha manifestado a los suyos: “dígnate, pues, ahora, bendecir la casa de tu siervo, para que permanezca siempre ante ti, porque Tú, Señor Dios, lo has dicho, y con tu bendición, la casa de tus siervos será bendita para siempre”.
Podríamos preguntarnos: ¿son nuestros los éxitos que podamos conseguir? ¿Son méritos nuestros los talentos que hemos recibido? ¿Somos simplemente nosotros o es su gracia la que obra en favor nuestro? Así como David, también nosotros deberíamos de darle gracias a Dios por todo lo que Él nos ha regalado por medio de su Espíritu.
Ojalá que todos los cristianos tuviéramos siempre el mismo sentimiento del rey David, que podamos reconocer cómo Dios actúa continuamente en medio de nosotros. ¿Quiénes somos, Señor, para que llegues hasta nosotros? “Tú eres el Dios verdadero”.
El cristiano, entonces, no puede esconder su fe, tratar de ocultar lo que Dios hace por él. Todo lo contrario, tiene que ser como la vela del Evangelio, que está pensada para que ilumine, no para permanecer escondida; es su testimonio el que debe de brillar en medio de las tinieblas del mundo; es su amor el que debe lamparear a otros que viven sumergidos en la oscuridad del pecado.
Si Jesús es la luz del mundo y su Reino debe de brillar para que todos logren verlo, también nosotros tenemos que seguir sus pasos, puesto que Él mismo nos lo ha dicho: “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 14). Todo creyente debe de iluminar a los demás, comunicando su luz a ejemplo del Maestro. Eso es lo que el Señor espera de nosotros: que seamos luz.
Creer en Jesucristo es aceptar en nosotros su luz y, a la vez, comunicar con nuestras palabras y obras esa luz a todos los que nos rodean. ¿Somos verdaderamente luz para los demás? ¿Hemos logrado iluminar y comunicar la fe y esperanza a todos los que están cerca de nosotros? ¿Somos signos del Reino de Dios en medio de nuestra familia, comunidad o entorno social?
Aquellos que acogen la semilla de la Palabra se verán llenos de Dios, de sus dones, de su fortaleza. De esa manera podrán proclamar la grandeza del Señor, dándole el lugar que le pertenece en su corazón. Pero no solo eso, sino que también serán luz que brille en el mundo, puesto que “trataran a los demás de la misma manera en la que el Señor nos trata a nosotros”: con amor, piedad, misericordia, bondad, etc.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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