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"Una Iglesia unida"

 Conversión de San Pablo, Apóstol

Fiesta 


Hch 22, 3-16

Sal 116

Mc 16, 15-18



    La fiesta de la Conversión de San Pablo, nos recuerda la presencia de Dios en nuestras vidas, ya que Él se hace presente en la misma y nos elige para ser instrumentos de su Palabra. Así lo hizo con San Pablo, llamándolo a ser “testigo ante los hombres”.


    Para Saulo de Tarso, el momento del encuentro con Cristo resucitado en el camino hacia Damasco, marcó el cambio definitivo en su vida. Es en ese momento donde se realiza su completa transformación, una auténtica y verdadera conversión espiritual.


    En un instante, por la intervención de Dios en su vida, el gran encarnizado perseguidor de la Iglesia primitiva queda ciego, inmerso en la oscuridad, pero con un corazón invadido por una gran luz, que lo llevara al poco tiempo a ser un ardiente y apasionado apóstol del Evangelio de Jesucristo.


    Pablo siempre tuvo la certeza de que sólo la gracia divina había podido realizar semejante conversión. El Apóstol escribió: “He trabajado más que todos ellos. Pero no soy yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (I Co 15, 10). San Pablo siempre estuvo animado por la profunda convicción de que toda su fuerza procedía de la gracia de Dios que actuaba día tras día en él. Por ese motivo, el Apóstol ha logrado llevar la Buena Nueva por muchas regiones, estableciendo la Iglesia en diferentes ciudades.


    San Pablo nos invita a no apoyarse únicamente en programas, a depender de momentos oportunos para evangelizar, sino a buscar siempre caminos oportunos para la predicación: “Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Manifestación y por su Reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo” (II Tm 4, 1-2).


    Al concluir la semana de oración por la unidad de los cristianos, podemos percatarnos que esto será únicamente posible cuando se dé una auténtica reconciliación entre los cristianos, lo cual, sólo puede darse cuando sepamos reconocer los dones de los demás y seamos capaces, con humildad y docilidad, de aprender unos de otros, sin esperar que sean los demás lo que únicamente aprendan de nosotros.


    No olvidemos que nuestra oración por la unidad de los cristianos participa de la misma oración que Jesús ha dirigido al Padre antes de su dolorosa pasión: “Padre, te ruego para que todos sean uno, como Tú y yo somos uno” (Jn 17, 21). No nos cansemos nunca de pedir a Dios este don.


    Con la esperanza paciente y confiada de que el Padre concederá a todos sus hijos lo que le pidan, sigamos caminando en este camino de reconciliación y diálogo. Aprovechemos cada una de las oportunidades que la Divina Providencia nos ofrece para rezar juntos, para anunciar juntos, para amar y servir juntos, especialmente a los que son más vulnerables que nosotros. Que el Señor, por intercesión de San Pablo, nos conceda ser una Iglesia unida.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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