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"Obras son amores y no buenas razones"

 Jueves VI semana Tiempo Ordinario


St 2, 1-9

Sal 33

Mc 8, 27-33



    “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Esta es una pregunta a la que continuamente tenemos que dar respuesta a lo largo de nuestra vida. Aquel que desee y quiera ser verdaderamente discípulo de Jesús, debe de tener muy en claro quién es Él en su existencia.


    Empleando las palabras dichas por Santiago, nosotros podremos decir que Él es nuestro Señor Jesucristo, “el Señor de la gloria”, pero no debemos de conformarnos a decirlo solo con los labios.


    No basta, en efecto, solo decir, “Señor, Señor”. Si lo hemos reconocido como el soberano de nuestra vida, implica el creerle también vivo y presente en medio de nuestros hermanos. De hecho, justamente es lo que Jesús hizo con su Encarnación: habitar entre nosotros para que así lo pudiéramos reconocer en el hermano.


    En efecto, el Hijo de Dios, Jesucristo, el Señor, por el cual todo fue creado, quiso asumir, por amor a nosotros, el rostro del Siervo de Yahvé. Es decir: “no tiene apariencia ni belleza para atraer nuestra mirada” (cfr. Is 53, 2). Es así como Él ha deseado revelarnos su incomparable belleza: en el rostro del dolor, del necesitado, del pobre, del marginado, etc.


    Como Pedro, también a nosotros se nos puede conceder el poder intuir, en momentos concretos de nuestra vida, la gracia del Señor, el poder magnánimo con el que obra. La diferencia que tenemos con Simón, Pedro, es la que nosotros no nos dejamos intimidar por el escándalo de la cruz.


    Reconocer a Jesús, como Señor, como el Hijo del Padre, significa saber que su camino pasa, de manera inevitable, por el camino de la cruz y que, al igual que nuestro Maestro, también nosotros debemos de pasar por él, abrazando la cruz de cada día: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga” (Mt 16, 24).


    ¿Cómo, pues, podemos cargar nuestra propia cruz? ¿En dónde o cómo la podremos vislumbrar en nuestra vida cotidiana? Con un ejemplo muy concreto, que afecta a toda nuestra vida, Santiago ilustra cómo debemos de cargar con la cruz: la capacidad para acoger al pobre. La auténtica fe no rechaza a nadie por el aspecto que presenta, ni se deja impresionar por las apariencias. Al hablar de “favoritismo”, Santiago nos quiere enseñar que Dios no hace preferencias personales, sino que se muestra ecuánime y cercano a todos. ¿Cómo es esto posible? Por medio de Jesús, el cual recibe y trata a todos por igual: comía con publicanos y pecadores (cfr. Lc 15, 1-2), se hospedaba en casa de ricos (cfr. Lc 19, 1-10), curaba a enfermos (Mt 8, 5-13), resucitaba a los muertos (cfr. Lc 7, 11-17), etc.


    Es necesario, en ese caso, pedirle al Señor que haga limpia y fuerte nuestra fe, que no se encuentre nunca contaminada por el favoritismo. Pidámosle al Señor que abra nuestros ojos para que veamos a cada hermano nuestro como Jesús miró a todos. Que Dios nos conceda una buena mirada, capaz de ver en cada rostro humano, el rostro del Señor, y así poder servirlo con más amor, pues “cada vez que hagamos eso con el más insignificante, con Él lo hemos hecho” (cfr. Mt 25, 40).



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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