III Domingo de Cuaresma Ciclo “B”
Ex 3, 1-8a. 13-15
Sal 102
I Co 10, 1-6. 10-12
Lc 13, 1-9
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la conversión.
En la primera lectura, que ha sido tomada del libro del Éxodo, Moisés pastorea el rebaño de su suegro más allá de lo acostumbrado. Durante esa travesía, contempla una zarza ardiendo pero que no se consume. Moisés se acerca para observar aquel prodigio cuando de repente una voz lo llama por su nombre, invitándolo a que tome conciencia de su indignidad (por eso le pide que se quite las sandalias, ya que se encuentra en un lugar santo). “Yo soy el Dios de tus padres: el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob… Yo soy el que soy”.
A lo largo de nuestra vida, Dios se manifiesta de distintos modos, de diferentes maneras, y esto lo hace para que podamos reconocer su presencia. Para que esto suceda, es necesario que nos acerquemos a Él conscientes de nuestra miseria, reconociendo nuestras limitantes, de lo contrario, seríamos incapaces de encontrarlo y de estar en plena comunión con Él.
Como escribe el Apóstol san Pablo, también este acontecimiento ha sido escrito para nuestro propio escarmiento. El Apóstol nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de soberbia, de grandeza o suficiencia, sino que se presenta ante aquellos que se reconocen y se saben pobres, humildes ante Él.
La página del Evangelio de San Lucas nos cuenta dos hechos: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de modo sangriento y el desplome de una torre en Jerusalén, causando el deceso de dieciocho personas. Dos acontecimientos trágicos: el primero fue causado por el hombre, el otro surge de manera accidental. Según la mentalidad del tiempo, la gente pensaba que aquellas desgracias habían sucedido por alguna culpa grave que las víctimas habían cometido. Pero Jesús los reprende: “¿Creen que aquellos hombres eran más pecadores que los demás galileos? ¿Creen que las dieciocho personas eran más culpables que los habitantes de Jerusalén? Por supuesto que no… Yo les aseguro, que si no se convierten, perecerán de la misma manera”.
El mensaje de Jesús quiere trasmitir a sus oyentes la necesidad de conversión. Pero no lo hace partiendo de términos moralistas, sino realistas. Ante ciertas desgracias, no hemos de atribuir la culpa a las víctimas, mas bien, la verdadera sabiduría nos lleva a dejarnos tocar por la gracia de Dios, recordando nuestra pequeñez, nuestra vulnerabilidad ante la seducción del maligno. El Señor nos invita a responder al mal con un examen de conciencia y con un verdadero compromiso de purificar nuestra propia vida.
Frente al pecado, Dios se manifiesta lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, para que dejen crecer su amor en ellos. Por ello, la conversión exigirá que aprendamos a leer los hechos de la vida en perspectiva de fe, es decir, animados por el amor y la misericordia de Dios.
Como aquella higuera, que el viñador cuidará de ella para ver si vuelve a dar fruto, también el Señor quiere cuidar de nosotros: desea remover la tierra de nuestra indiferencia, abonar nuestro corazón con su misericordia, regarla con el agua del perdón y darle todos los cuidados que sean necesarios llenos de su amor.
Dios espera de nosotros una verdadera conversión: no tengamos miedo de dejarnos tocar por la gracia del Señor y así sigamos preparando nuestro corazón para las celebraciones de la Pascua. Que Dios Padre nos conceda a todos el don de la conversión.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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