Jueves II Tiempo de Cuaresma
Jr 17, 5-10
Sal 1
Lc 16, 19-31
“Examíname, Dios mío, y conoce mi corazón; mira si voy por mal camino y condúceme por la senda de la salvación” (Sal 138, 23-24). Estas palabras, las cuales aparecen en la antífona de entrada, nos invitan y motivan para vigilar nuestro camino.
Tanto en la primera lectura, como en el Salmo responsorial, hay unidad. Jeremías nos advierte y a la vez nos muestra el camino a seguir: “maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón… Bendito el hombre que confía en el Señor y pone en Él su esperanza”. El autor sagrado del salmo nos dice: “Dichoso aquel que no se guía por mundanos criterios, que no anda en malos pasos ni se burla del bueno, que ama la ley de Dios y se goza en cumplir sus mandatos”.
Ambos extractos del Antiguo Testamento nos invitan a poner nuestra confianza en el Señor, ya que el hombre que confía en el mismo hombre o pone su esperanza en el mundo (es decir en la carne, en el orgullo, en el poder, en las riquezas, etc.) termina alejándose del Señor. No podemos engañarnos: cada uno de nosotros sabe cuándo abandonamos los proyectos del Señor, que preferimos confiar únicamente en nuestros talentos y virtudes, cayendo en el gravísimo error de alejarnos de Él.
Dios nos sigue dando oportunidades. Tenemos, por una parte, la alternativa de la fecundidad, donde el hombre se abandona completamente al Señor, confiando en Él. Jeremías mismo lo dice: “Quien confía en el Señor será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos”.
En cambio, por otra parte, contamos con la esterilidad del hombre, el cual confía únicamente en sí mismo, en el poder, en las riquezas, etc. Ya nos decía Jeremías que sucede cuando el hombre confía en sí mismo: “será como un cardo en la estepa, que nunca disfrutará de la lluvia. Vivirá en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhabitable”.
Cuando una persona vive tan encerrada, respira el aire de sus propios intereses, de sus satisfacciones: sólo se fía de sí mismo, perdiendo la brújula que lo orienta. Precisamente eso fue lo que le sucedió al rico en el Evangelio de Lucas: se la pasaba en comelonas, disfrutaba de las riquezas, gozaba de las fiestas; pero nunca se interesó del pobre que estaba a la puerta de su casa.
El rico sabía quién era el pobre: “envía a Lázaro”. Lo conocía, pero nunca se preocupó por él. Por desgracia, el corazón del rico, lo llevó por el camino del pecado, hasta el punto en el que ya no podía dar marcha atrás. Hay un límite en donde difícilmente es imposible volver. No hay nada más traicionero que el corazón del hombre, que difícilmente se cura: “El corazón del hombre es la cosa más traicionera y difícil de curar. ¿Quién lo podrá entender?”
El Señor lo entiende. De hecho, es el único que puede darnos lo que necesitamos: “Yo, el Señor, sondeo la mente y penetro el corazón”. Por ello, pidámosle al Señor que sondee nuestro corazón: que Dios nos conceda volver al camino del bien, a depositar nuestra confianza únicamente en Él. Que por la gracia del perdón, podamos dar marcha atrás a nuestro pecado y que el Espíritu Santo nos conduzca por la senda del amor al prójimo.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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