Jueves de la quinta semana de Pascua
Hch 15, 7-21
Sal 95
Jn 15, 9-11
El colegio de los Apóstoles y la asamblea que se reunión en Jerusalén, a pesar de que hay fuertes discusiones, nos ha mostrado la imagen de una comunidad que es capaz de escuchar, de valorar los pros y contras, de ir reconociendo los pasos de apertura a otros pueblos que el Espíritu Santo les está inspirando, aún cuando esto pueda resultarles incómodo por la formación cultural y religiosa que ha recibido.
Cuando sucede esta problemática en la primera comunidad, nos damos cuenta de algo: la propagación del Evangelio y la apertura de la Iglesia por todo el mundo, le hace entrar en relación, forzosamente, con diversas culturas. De aquí podemos reflexionar en que no podemos imponer nuestra forma de vivir la fe como si fuera la única manera de responder al Señor.
Es cierto, hay cosas fundamentales que no se pueden cambiar y siempre deben de acompañar a nuestra Iglesia (las cuales consideramos “dogmas de fe”). Sin embargo, la evangelización y predicación del Evangelio, mas que llegar a imponerse sobre la cultura de un pueblo, tiene que “inculturizarse”, es decir, adaptarse a la cultura y costumbres de cada pueblo.
Hemos de percatarnos que, después de tratar aquella problemática, se llega a una conclusión, la cual conlleva consecuencias prácticas. Aquello que se ha concluido es lo esencial, es ir al centro del Evangelio mismo. Al igual que nosotros, ellos se salvarán por la gracia de Dios. Una vez que se ha aclarado esta situación, es normal que concluyan en que no hay que imponer más cargas que las imprescindibles: “Juzgo oportuno que sólo basta prescribirles que se abstengan de la fornicación, de comer lo inmolado a los ídolos, la sangre y los animales estrangulados”.
Si nosotros, ante los diferentes conflictos que surgen en nuestra comunidad, imitáramos aquella manera de dialogar de los Apóstoles, si supiéramos discernir con seriedad y, a la vez, estuviéramos abiertos a los diversos movimientos que van surgiendo en la Iglesia (conociendo sus valores además de sus inconvenientes), si nos dejáramos guiar por el Espíritu de la verdad, estoy seguro seríamos una comunidad más unida, más cristiana, más llena de Dios.
Aquel que se deja amar por Cristo, no sólo tendrá la manifestación más grande del amor del Padre, sino que estará llamado a vivir en la alegría y fidelidad a la Palabra de Dios.
Uno de los frutos de la Pascua debe de ser la alegría. Y es lo que Cristo quiere para nosotros: una alegría plena; una alegría para nada superficial. Jesús quiere la misma alegría que llena su corazón, ya que, al cumplir la voluntad de su Padre, se siente y sabe amado por Él.
Esta alegría la sentiremos en la medida en que permanezcamos en el amor de Jesús, guardemos sus mandamientos, sigamos su estilo de vivir, aunque muchas veces resulte ir contracorriente. Es como la alegría del casado, que muchas veces supone renuncias y sacrificios por permanecer en el amor de su pareja. O la alegría de una mujer que dará a luz: lo hace en medio del dolor, pero se siente alegre por haber traído a su hijo al mundo.
Roguémosle al Señor que nos conceda la gracia de permanecer unidos a Él, de tal forma que, llenos de alegría, demos testimonio de su amor en medio de nuestros hermanos y sigamos colaborando para que la salvación llegue a más personas.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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