Sábado de la sexta semana de Pascua
Hch 18, 23-28
Sal 46
Jn 16, 23-28
Pablo ha iniciado su tercer viaje apostólico y lo comienza desde Antioquía, la cual, se ha convertido en el punto de referencia para la misión de los paganos conversos, de la misma manera que era Jerusalén para los judíos cristianos. Pero la atención se dirige a Éfeso, otra ciudad importante donde se han detenido Aquila y Priscila.
Tras la ausencia de Pablo, conocen a Apolo, un sobresaliente predicador que enseña la doctrina referente de Jesús, aunque de una manera incompleta, ya que sólo conocía hasta su bautismo. Ahora bien, ¿de dónde ha salido Apolo? No se tiene mucho conocimiento sobre cómo se fue trasmitiendo la fe en las primeras comunidades, pero ha de haber sido muy viva y eficaz por todos aquellos que se unían a la fe del Señor.
Esto vendrá a abrir nuevos horizontes sobre la organización que tenía la Iglesia primitiva: ciertamente contamos con un libro (Hechos de los Apóstoles) que nos narra las travesías de los Discípulos del Señor, pero muy probablemente no eran los únicos que estaban contribuyendo con esta labor titánica. Ciertamente en los Apóstoles estaba la luz del Espíritu Santo, pero no se limitó sólo a ellos, sino que muchos hombres poseían al mismo Paráclito, el Enviado del Padre.
Por otra parte, nos hemos percatado de la importancia del laico en la Iglesia. Su servicio viene a ser de suma importancia, ya que le permite corregir o modificar el error o equivocación de los predicadores. Lo vemos reflejado en Aquila y Priscila: “Cuando escucharon a Apolo, lo tomaron por su cuenta y le explicaron con mayor exactitud la doctrina del Señor”. Todos participamos en la misión de evangelizar, cada uno con sus límites, aunque siempre con el apoyo de la comunidad.
Ahora bien, la comunión de los discípulos de Jesús en su misión les garantizará que el Padre escuche sus ruegos, de la misma manera que escuchaba a su Hijo. Así como las obras de Jesús eran las de su Padre, así las obras de los discípulos no son suyas, sino del Maestro, presente en ellos.
El creyente no sólo debe de pedir en nombre del Señor, sino que tiene que hacer suya esa oración: ver el mundo como lo vería Él, entregarse como Jesús lo hizo, amar como el Salvador nos ha amado. Que el Señor forme en nosotros un corazón semejante al suyo, que nos arrebate el interés de aprovecharnos de su amor. Pidamos al Señor que no nos abandone, sino que siempre nos envuelva con la luz de su amor.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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