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"¿Somos luz y sal del mundo?"

 Martes de la  X semana tiempo ordinario


I Re 17, 7-16

Sal 4

Mt 5, 13-16



    Sin duda alguna Dios es maravilloso y todas sus palabras tienen relevancia en nosotros. Cristo tenía razón cuando dijo: “Estamos en el mundo, pero no somos del mundo”. Y basta con ver a nuestro alrededor para ver como se encuentra el mundo:


    El mundo está intoxicado de materialismo y está insípido de espiritualidad.  Está intoxicado de valores equivocados y está insípido de valores eternos. Está intoxicado de conocimientos humanos y está insípido de Sabiduría Divina.  Por eso es que Jesús nos dice que debemos ser sal, para dar al mundo que nos rodea ese sabor que Dios quiere que tenga y ser luz para iluminar a todos con el buen ejemplo de vida. 


    La sal da sabor y evita la corrupción. El cristiano está destinado a procurar que el ambiente en el que se vive, no se corrompa. Para ello tiene que deslumbrar siempre desde su estilo de vida, el buen ejemplo, las buenas palabras. 


    Nosotros somos la luz del mundo, somos de Cristo, somos en Cristo. La luz esta hecha para ser vista. La vida del creyente tiene que notarse en todas partes (como esas lámparas que se utilizaban para iluminar la casa). Debemos de ser luz en el cumplimiento de nuestro quehacer diario.


    No podemos guardarnos la luz para nosotros mismos, tenemos que iluminar a los demás; con nuestras palabras, gestos, acciones. Diría un salmo: “El que es compasivo, justo y clemente, brilla como la luz en la oscuridad” (Sal 111). Un claro ejemplo lo podemos ver en la lectura del profeta Isaías: aquella viuda no disponía de mucho alimento, pero confió en las palabras de Elías, “la tinaja de harina no se vaciará ni la vasija de aceite se agotará”. ¿Cuál fue el resultado? Nunca se le terminó la harina y el aceite. Así pasa en la vida del creyente: la luz no puede ser sólo para nosotros, tenemos que compartir nuestra luz con los demás. 


    Dios ve el corazón del hombre y lo que a Él más le impresiona es que nos movamos hacia el otro, que seamos misericordiosos con el que más lo necesita. Que nuestras buenas acciones no tengan como finalidad atraer la atención de los demás hacia nosotros mismos, sino más bien que siempre vayan enfocadas a Dios.


    Que nuestra luz brille ante todos los hombres, para que ellos, al contemplar nuestras buenas obras, puedan dar gloria a Dios que está en el cielo (Cfr. 5, 16).



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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