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"¿Humilde o soberbio?"

 Martes III Tiempo de Adviento 


So 3, 1-2. 9-13

Sal 33

Mt 21, 28-32


    Un medio eficaz para que el hombre sea grato a los ojos de Dios y logre salvarse, será la humildad. En cambio, la soberbia conduce a la pérdida. Podemos decir que la clave de la vida del hombre está en el corazón.


    Sabemos que el humilde es un hombre que tiene apertura, que sabe arrepentirse, que acepta la corrección del otro y confía plenamente en el Señor. El soberbio es completamente lo opuesto: es arrogante, cerrado, no escucha la voz de Dios ni acepta sus equivocaciones. Pues este es el panorama que nos presenta la liturgia de la Palabra este día.


    Lo descrito por el profeta Sofonías, en la primera lectura, es la de una ciudad rebelde, la cual, no aceptó la corrección que Dios le hizo, que prefirió la perdición a la salvación, que optó por seguir su soberbia en vez de dejarse tocar por el Señor. Pero también aparece el resto fiel, el cual se presenta ante Dios con humildad, pobreza y abandono total en Él.


    Esta debe de ser nuestra actitud, la del pueblo fiel, que ha vuelto al Señor, no la de la ciudad rebelde que se busca a sí misma. Tenemos que recorrer el camino que nos conduce a la escucha de la voz de Dios, que acepta la corrección, que confía en Dios y vuelve a Él, aun cuando se haya apartado por el pecado.


    La escena el Evangelio quiere iluminarnos un poco más al presentarnos la parábola de los dos hijos invitados por su padre a trabajar en su viña: el primero dice que sí a su padre, pero en realidad lo engaña y no va; en cambio el segundo rechaza la invitación, pero se arrepiente y va a trabajar.


    Esta parábola se puede adaptar perfectamente a cada uno de nosotros. Jesús, con esta perícopa, afirma que los sumos sacerdotes y los escribas no quisieron escuchar a Dios a través de Juan y que por esa razón habían perdido el Reino de los cielos. Se quedaron en su soberbia. Eso nos sucede también a nosotros que preferimos darle la espalda a Dios, que nos conformamos con lo mínimo.


    Dios necesita más: el Señor lo quiere todo. Él desea que todos sus hijos se salven; que en su corazón exista el arrepentimiento y la apertura a la corrección; que nos abandonemos completamente a su infinita misericordia para así poder alcanzar la salvación.


    Estas palabras nos dan esperanza. Solo es necesario tener valor de abrirnos a la gracia del Padre, de volver nuestro corazón sin reservas, dándole todo, inclusive nuestro pecado: “Aunque nuestros pecados sean como la grana, blanquearán como la nieve; si fueren rojos cual la púrpura, se volverán como la lana” (Is 1, 18).


Cuando seamos capaces de decirle al Señor, “estos son mis pecados”, cuando seamos capaces de hacer esto, entonces seremos como aquel resto fiel, un pueblo que se ha llenado de humildad, de pobreza y que ha depositado en el Señor su confianza. Pidámosle al Señor que nos conceda esa gracia, para así poder alcanzar el Reino de los Cielos.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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