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"Yo estaré contigo siempre"

 Sábado I Tiempo de Adviento  

Is 30, 19-21. 23-26

Sal 146

Mt 9, 35- 10, 1. 6-8


 

    La desesperación de no saber que hacer llega a ser a veces tan fuerte en nuestra vida que nos sentimos totalmente a la deriva, solos, abandonados. Con las pocas fuerzas que nos quedan y con la flama de esperanza que está a punto de extinguirse, hacemos un esfuerzo sobrehumano para poder buscar ayuda en el único que podría rescatarnos en una situación semejante: Dios.

 

    Con mucho esfuerzo, nos damos la oportunidad y clamamos a Él, buscamos la manera de entrar en ese diálogo mucha veces desesperado con nuestro creador, con la esperanza de poder recibir por lo menos un poco de consuelo, un rayito de luz, tan solo un grado más de calor. No pedimos mucho, tan solo saber que no estamos solos.Y nos atrevemos a acudir a Dios porque resuenan en nuestro corazón las palabras del profeta Isaías: "Ya no volverás a llorar. El Señor responderá apenas te oiga. Ya no se esconderá el que te instruye" ¡Qué alegría escuchar esas palabras! Ese es el impulso que necesitábamos para volvernos a nuestro Señor. 

 

    Pero ¿qué pasa si una vez que hemos elevado nuestra oración confiada todo sigue como antes? ¿Qué pasa si las circunstancias, las personas, los sentimientos siguen igual? Muchos comienzan a decepcionarse y comienzan a reclamarle a Dios: ¡Dijiste que me escucharías y que responderías! ¡Prometiste que no te esconderías más! 

 

    ¿Es Dios quien falla? ¿Es Dios quien se esconde? ¿Es Dios quien se queda callado? La respuesta nos la sigue dando Isaías: "Con tus oídos oirás detrás de ti una voz que te dirá: 'Éste es el camino. Síguelo sin desviarte, ni a la derecha, ni a la izquierda'".

 

    Imaginemos la siguiente situación: Tenemos un amigo con el que salimos seguido a tomar un café, solemos ir al mismo lugar, incluso nos sentamos siempre en la misma mesa. Un día quedamos de vernos en dicho lugar. Cuando vamos en camino recibimos un mensaje de esa amigo que dice 'Ya llegué, aquí nos vemos'.

 

    Llegamos al café y por costumbre nos dirigimos a la misma mesa de siempre, pero al entrar nos damos cuenta que esa mesa esta vacía. Que raro. Aun así nos acercamos y tomamos asiento. Quizá nuestro amigo se levantó al baño. Pero pasa el tiempo y no llega. ¿Se habrá ido? ¿Se está escondiendo y nos hace pasar un mal rato? Sigue pasando el tiempo, y no sabemos si marcarle, incluso nos comenzamos a enojar porque nos dejaron plantados. Pensamos seriamente en irnos de aquel lugar, cuando de repente nuestro teléfono comienza a sonar. El nuestro amigo. Contestamos. 

 

    -¿A qué hora llegas? ¡Tengo mucho rato esperándote! - dice el amigo. Eso enoja, ¿cómo se atreve a reclamar cuando es él quien no está?

   -¿A qué hora llego Yo? - decimos con cierto enojo - ¡Aquí estoy! Estoy en la mesa de siempre desde hace más de media hora.

    -¿Y no se te ocurrió volear a las mesas de afuera? Acá estoy-

    Como en esa historia, con Dios nos sucede lo mismo. Recordemos que Isaías nos dice: "Oirás detrás de ti una voz". Muchas veces estamos acostumbrados a tener encuentros con Jesús en el sagrario, en la oración, en la Eucaristía o meditando su Palabra. Y mucha veces sentimos que tenemos ese encuentro frente a frente. Y creemos que siempre será así. El Señor nuca nos abandona, ni se queda callado, somos nosotros los que nos aferramos a encontrarlo en los mismos lugares bajo las mismas circunstancias. 

 

    Experimentamos como el personaje de nuestra historia, que Dios nos ha dejado plantados. Siendo que no se nos ocurrió buscar alrededor. 

 

    "Oirás una voz detrás de ti". Tenemos que estar atentos, porque el Señor posiblemente este detrás, a un lado o al otro, pero nunca lejos de nosotros. Solo cuando lo identificamos, es que podremos escuchar su voz que nos guía y nos muestra el camino que debemos seguir.

 

    En los momentos difíciles, no pensemos que Dios nos abandona, al contrario, solo hay que tener el valor de voltear a ver a las personas y los acontecimientos que nos rodean y aunque sean desagradables, podemos toparnos en ellos el rostro de Cristo, que nos guía para no desviarnos. 

 

    Alabemos al Señor, nuestro Dios, que siempre nos acompaña.



Pbro. Joaquín Alberto Romero de la Huerta

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